Las hilanderas o la fábula de Aracne, de Diego Velázquez
La majestuosa espada resplandece sobre la vasta extensión de hielo, el príncipe yace inconsciente a pocos metros de distancia. Había querido defenderse, pero su atacante fue demasiado veloz, lo hirió sin que tan siquiera pudiera distinguirlo.
Puede sentir a la Muerte acercándose, ¿lo traerá en las manos? Ha escuchado decir que suele cubrir a los de su linaje con un manto. A poca distancia una manada de lobos espera regocijarse con sus restos, pero sabe que Ella no los dejará tocarlo, hace siglos que honra su promesa. Los suyos debían morir entre bestias, pero sus cuerpos no serían tocados por ellas.
Lo de las bestias fue cosa de Él, antes de que Ella ocupara su lugar, pues hubo un tiempo en que la Muerte era “Él”, por aquel entonces tres niñas ciegas ocupaban el sitio que debió haber pertenecido a un heredero robusto…
La histotria se ha transmitido de esta forma, palabras más, palabras menos:
Durante su sexto mes de embarazo, la reina se había internado en el bosque persiguiendo el peculiar canto de un pájaro, le había parecido que sus plumas cambiaban de color entre las hojas; cuando por fin pudo distinguirlo vestía del color de la tarde. Intuyó la reina que aquel ser diminuto de plumaje largo no poseía un color particular, sino que se impregnaba de la esencia del momento.
Se quedó muy quieto el pájaro, sobre la rama de un árbol, contemplando el sol que, cual náufrago, comenzaba a hundirse extendiendo su rubor a todo lo visible.
Se maravilló la reina con la luz de aquel momento que le parecía lleno de pasión. Absorta como estaba no había visto tras de sí la sombra que la había seguido. Instintivamente se llevó la mano al vientre antes de volverse. Supo, al verlo, de quién se trataba. Miró al ave aún en la rama, comenzaba a tornarse gris.
—Debo llevarte —le dijo Él, con calma.
Ella le suplicó en silencio que no lo hiciera.
—Te regalé este pájaro para alejarte sin que los otros sufrieran por tu partida. Debo llevarte. Es hora.
Reunió ella el valor para hablar:
—¿Y mi hijo?
Se extrañó Él de que ella supiera que se trataba de un niño
—También debe venir.
El pájaro ahora era negro, preludio de una noche sin luna.
“Noche, ayúdame”, pidió ella con fuerza sin comprender por qué lo hacía.
La escuchó la noche en el momento preciso cuando aún no había acabado de descender sobre la tierra, por lo que pudo dejar caer la lluvia.
Comprendió la Muerte el ardid de la noche.
El chubasco cayó con fuerza alterándolo todo. Bajo el agua no era Él tan fuerte, se había pactado desde que el mundo era niño que solo la lluvia modificaba una sentencia de muerte.
—El niño es mío —exclamó la Muerte, iracundo y débil, antes de desparecer.
Retornó ella a palacio sintiendo que en su vientre algo había cambiado.
El dolor la atravesó la noche del parto. Desgarró con sus gritos la madrugada. Sabía que Él le haría todo más difícil. Por fin escuchó el llanto de una niña. ¿Dónde estaba su hijo?
—Viene otra, majestad, viene otra.
Las puntadas dolorosas se hacían interminables.
—Falta una, majestad, aún falta una.
No podía más. Lo llamó para que viniera a llevársela, pero no acudió. Ella le había jugado sucio y Él no aparecería para brindarle alivio.
Cuando despertó, la expresión del rey le hizo saber que algo muy retorcido había pasado.
Al ver a las niñas lo comprendió todo. «Él» se había llevado a su hijo aquella tarde en el bosque y en su lugar había dejado en su vientre a tres niñas ciegas.
Crecieron las niñas amadas por todos. La reina no volvió a quedar en estado. Las niñas no parecían darse cuenta de que eran ciegas, veían el mundo a su manera. Lo sentían a Él, siempre muy cerca, observándolas a la reina y a ellas, pero no le temían.
Transcurridos ocho años «Él» volvió por ella. La reina estaba en el jardín con las niñas que había llegado a amar, pese a saber que no eran suyas, cuando escuchó el canto inolvidable del pájaro y vio el plumaje cambiando de color entre las hojas. No se despidió, comenzó a seguir al ave alejándose esa vez consciente de su destino. Por fin el ave se posó sobre una rama, quizás la misma de la última vez, su plumaje era azul claro, como el color del cielo desde hacía semanas.
—Tu hijo te espera —le dijo la Muerte cuando la tuvo cerca. —Ahora debes seguirme.
Asintió la reina, bien dispuesta a marcharse, mientras lo que la rodeaba se desvanecía lentamente, pero antes de que todo desapareciera el pájaro chilló de manera inusual.
Colgaba el ave de cabeza sujeto por un hilo transparente anudado a su pata y cambiaba tan rápido sus colores que cualquiera diría que había salido el arcoíris.
Una de las niñas acercó el pájaro a su pecho, este se tranquilizó volviéndose blanco. La Muerte las contemplaba horrorizado, jamás nadie le había robado nada.
—Ahora tenemos algo tuyo —dijo la niña, muy satisfecha.
La reina las contemplaba asombrada.
—Déjenme ir con mi hijo —les pidió, temerosa de ser retenida.
—Lo verás, pero cuando llegue nuestra hora serás tú quien vendrá a buscarnos —sentenció otra de las niñas.
La reina y la Muerte se miraron sin comprender.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la reina.
—Ahora tú ocuparás su lugar —decretó la niña que sostenía el pájaro, el cual permanecía muy quietecito entre sus manos sin cambiar de color.
—No puedo negarme —dijo la Muerte fríamente—puesto que tenéis algo mío, pero bien sabéis que tengo derecho a unas últimas palabras, tal y como se las he concedido a tantos.
—Habla —dijeron las tres al unísono.
Antes de empezar convocó la Muerte un rugido feroz que subió de las entrañas de la Tierra, y luego dejó escapar su condena:
—De tres en tres parirá una generación tras otra, siempre hombres, no más niñas, y luego de haber engendrado, de tres en tres morirán lejos del hogar, sin haber conocido a sus vástagos, sin saber qué los hirió, rodeados por bestias que anhelarán sus carnes. Ese será el destino maldito de vuestra ciega descendencia. ¡Y tú! ¡Tú llegarás siempre tarde! —gritó a la lluvia que comenzaba a acumularse en las nubes.
Así habló la antigua Muerte antes de convertirse en polvo negro.
La reina volvió a sentir el dolor del parto y tras un alarido que creyó interminable pasó a ocupar el lugar del que ya no estaba.
Comprendió en ese instante que todo lo que latía se hallaba disfrutando de un tiempo de gracia y cuando el final de ese tiempo llegara ella debía estar ahí para permitir la entrada al otro lado.
Convertida en Muerte, la antigua reina miró a las tres niñas, entonces se dio cuenta de que en realidad no eran ciegas, por el contrario, veían más allá de lo evidente. El pájaro se había quedado dormido y cambiaba de colores lentamente. Ahora podría ser del color que quisiera.
Se disponía a partir esta nueva Muerte recién estrenada, cuando una de las niñas le pidió:
—A los que lleven nuestra sangre cúbrelos siempre con un manto, así podrán reencontrarse en la niebla.
Ella asintió. Recordó la condena de su predecesor y antes de irse dijo a las tres niñas:
—Aunque vuestros descendientes mueran rodeados de bestias, estas jamás podrán tocarlos. Lo prometo.
Siendo quien ahora era no podía romper una promesa.
—Ve con tu hijo —le dijeron las niñas.
A partir de ese día, la sentencia que había brotado de la furia de «Él» se cumplió cabalmente…
Ahora Ella estaba allí, inclinada sobre el hielo mientras el príncipe moribundo la miraba. Lo contempló con infinita tristeza mientras lo cubría con el manto.
Una de las niñas ciegas cortó el hilo.
Hacía muchas lunas habían decidido partir las tres al unísono luego de haber sostenido en brazos a sus nietos huérfanos de padre. La antigua Muerte no había fallado en su condena.
Ahora, convertidas en Moiras, hilaban incansablemente un hilo tras otro sin perder la cuenta, haciéndole saber a Ella cuando una hebra estaba a punto de resquebrajarse.
Este príncipe había muerto rodeado de lobos, uno de sus hermanos agonizaba entre osos y el otro dejaba ir la vida ante la impaciencia de los jabalíes. Como para la Muerte el tiempo no existe, estará con los tres a la vez, protegiéndolos del hambre de las bestias. Cada hilo será cortado sin que a las niñas que han derrocado a la antigua Muerte les tiemble el pulso en el suspiro final, aunque los más ingenuos piensen que se trata de un trío de ciegas.
©Nideska Suárez