Y sí, cada vez que bajó la sangre fue una herida entre las piernas. Llegaba puntual, cada veintiocho días, sin adelanto, sin atraso, debí haber sido la mujer más saludable del mundo; la más triste, no exageres; la más vacía, no te pases. ¿Por qué no ponerme verdaderamente cursi y decir que me sangraba el corazón? Tan lugar común todo. ¿O mejor tornarme naturópata y decir que era una remolacha dejando caer su jugo, como si al interior de mi vientre hubiese un extractor enchufado a la miseria, triturando cualquier resquicio de esperanza, para dejarlo caer en forma de gotas coloradas? ¿O era un saldo negativo, una deuda que nunca terminé de pagar? Ahora que el ritmo de su llegada se atenúa y su huella es apenas el rastro de una cereza triturada, recuerdo todas las lágrimas que derramé con su presencia inexorable, todas las maldiciones vociferadas al viento, todo el dolor golpeando como yunque en este cuerpo… hasta aceptar que no habría alguien de mi carne y mi sangre en este jodido mundo, habitante de un plan desconocido, de una pandemia que se gestó en cavernas oscuras, desprovistas del trazo en sus paredes; alguien que no vino para alimentar a la matrix, cuya carne no será pinchada con agujas, cuyo torrente vital no será emponzoñado con sustancias que distorsionan la vida, la verdadera vida, no la caricatura que nos venden; alguien cuya divinidad permanece intacta en la distancia, lejos de la sed profanadora de estos titiriteros con disfraz de salvadores. Ahora comprendo por qué nunca llegaste.
Ahora comprendo
