ARCANO 4. EL EMPERADOR
Mi nombre es Endimión, crecí entre montañas escarpadas pastoreando ovejas, me criaron mis abuelos, un matrimonio de pocas palabras y rutinas inamovibles.
Toda nuestra vida giraba en torno a la cría, cuidado y comercio de los productos derivados de las ovejas, ellas representaban nuestro sustento.
Desde muy niño aprendí a ordeñarlas, fabricar el queso, esquilarlas; debido al aislamiento en el cual vivíamos imaginaba que ellas eran una extensión de mi familia, aunque, por supuesto, algunas debían ser sacrificadas, de cuando en cuando, para la supervivencia de la mayoría.
—Así se mantiene el equilibrio de la vida, unos cuantos deben morir para que la mayoría sobreviva; malo es cuando muchos mueren para el beneficio de pocos —solía decir mi abuelo.
Siempre me pareció más sabio que mi padre, un hombre huraño que se aparecía esporádicamente con objetos extraños que no me entusiasmaban demasiado.
Una vez, para mi undécimo cumpleaños, se apareció con una vara de metal, bañada en oro, en forma de “T”, coronada con un círculo, al preguntarle qué era, me contestó:
—Es un cetro, un bastón de mando que representa la autoridad. Algún día te ayudará a encontrar la tuya, mientras tanto guárdalo.
Cuando se despedía casi siempre usaba estas palabras:
—Adiós Endimión, recuerda que eres hijo de la Emperatriz y sobrino de la Sacerdotisa. Ya veremos qué sale de ahí.
Yo solía responderle con una invariable pregunta:
—¿Cuándo podré conocer a mi madre?
—Ella está ocupada haciendo florecer el desierto, no debemos interrumpirla.
Yo soñaba con ella, me tendía los brazos en medio de enormes árboles floridos mientras las lágrimas resbalaban por su rostro.
Guardé el cetro en el armario de mi habitación sin darle mayor importancia. La vida continuó como siempre, los meses transcurrieron en imperturbable rutina hasta que una noche me despertaron unos aullidos.
Por aquella región no abundaban los lobos, de hecho no representaban una amenaza para nosotros, el abuelo decía que se habían ido al otro lado de la montaña porque en este los pastores los habían obligado a huir hacía más de cien años.
Me asomé al cuarto de mis abuelos y vi que dormían profundamente, bajé a toda prisa las rústicas escaleras de madera para salir de casa y ver cómo estaban las ovejas, una vez que traspasé el umbral de la puerta me dirigí corriendo hasta el redil, que estaba ubicado a pocos metros, el corazón me dio un vuelco al ver que estaba abierto, las ovejas y carneros no estaban, solo quedaban los corderos que habíamos guardado aparte porque acababan de ser destetados y balaban sin cesar en su potrero.
Mi primer impulso fue ir a toda prisa detrás del rebaño, pero cuando estaba a punto de echar a correr a mi mente vino la nítida imagen del cetro que me había dado mi padre. No me detuve a pensar si aquello tenía lógica o no, obedeciendo un impulso más fuerte que el primero, volví a entrar en la casa, subí las escaleras, abrí el armario y tomé el cetro que, en medio de la oscuridad, me pareció más brillante que cuando lo recibí; además noté algo que hasta entonces había pasado desapercibido: la punta inferior del mismo era bastante afilada, como la punta oculta de un cuchillo solo visible en casos de emergencia.
Volví a bajar las escaleras a toda prisa, cuando estuve en la puerta me pareció escuchar la voz de mi abuelo preguntándome a dónde iba, pero no tenía tiempo para responderle. Cada segundo perdido podía representar la muerte de una oveja.
Corrí sobre los escarpados riscos y en una planicie divisé al rebaño, las ovejas balaban como nunca. Un par de lobos las cercaban.
No se me ocurrió ser cauteloso, al contrario, me acerqué de prisa y me coloqué entre las ovejas y los lobos sosteniendo el cetro en posición defensiva.
Los lobos rugían mostrando sus afilados dientes, comencé a retroceder, esta vez con cautela, sintiendo que el inquieto rebaño también retrocedía tras de mí cada vez que yo daba un paso hacia atrás.
Uno de los lobos pareció decidido a atacar, retrocedí algo más de prisa y tropecé, probablemente con una roca; al caer al suelo de inmediato el lobo saltó sobre mí, pero instintivamente levanté el cetro al verlo venir en el aire.
Me vi cubierto por el pesado cuerpo del animal que había sido atravesado por el cetro, sentí su sangre tibia humedeciendo mi pecho, yo forcejeaba en vano intentando librarme del cuerpo cuando vi venir al otro lobo a toda prisa, intenté zafarme del peso muerto, pero no tenía suficiente fuerza.
Nunca sabré de dónde salió mi padre, lo cierto es que brincó sobre el animal y se entabló en una violenta pelea con el feroz lobo. Yo estaba demasiado impresionado como para reaccionar, vi brotar la sangre del rostro de mi padre. En ese momento aparecieron mis abuelos, mi abuela llevaba en la mano el cayado de pastoreo y mi abuelo llevaba una escopeta que ya tenía apoyada en el hombro, preparada para tirar. Apuntaba hacia donde mi padre y el lobo sostenían la encarnizada lucha que, a todas luces, mi padre iba perdiendo.
Escuché a mi abuelo decir:
—Llévate a las ovejas, en la mañana buscaremos las que faltan.
Mi abuela comenzó a arrear el rebaño cuesta abajo. Mi abuelo tiró del gatillo y el disparo resonó llenando de ecos la noche. El lobo cayó sin vida junto a mi padre, cuyo rostro, manos y brazos sangraban copiosamente.
Entre mi abuelo y él retiraron el cuerpo del lobo que yacía sobre mí, retiraron el cetro del cuerpo del animal y acto seguido mi padre me abrazó muy fuerte y me dijo, lleno de orgullo:
—Sabía que irías por el cetro.
Aquella era la mayor muestra de afecto que había recibido de su parte en toda mi vida.
Mi abuelo le lanzaba miradas de reproche. En el camino de regreso, papá y él arrastraron los cuerpos de los lobos. “No se pueden desperdiciar estas pieles”, había dicho mi abuelo. Yo enarbolaba el cetro bañado en sangre y me sentía eufórico.
Desperté entrada la mañana, algo inusual en mí que solía levantarme al alba. Me sentía apaleado, cuando me paré al pie de la escalera para bajar, escuché la voz de mi abuela.
—No sé en qué estabas pensando, Ernesto, eso fue una locura.
Bajé unos pocos escalones y me asomé por las hendijas que había entre los travesaños de madera para poder espiarlos sin que me vieran.
Papá parecía feliz, aunque su rostro estaba bastante lastimado.
—Pero ¿usted no vio que lo primero que hizo fue ir por el cetro? ¿Cuánto tiempo llevamos esperando algo así?
—Yo ya no quiero seguir con esto —dijo mi abuela.
—¿En serio madre? ¿Se va a echar atrás ahora que hemos avanzado tanto?
Mi abuelo intervino.
—Traer a esos lobos hasta acá fue demasiado temerario, pudo haber ocurrido una desgracia.
—Pero no fue así —se defendió papá. —Yo jamás dejaría que algo malo les ocurriera ni a ustedes ni a él. Si no ¿qué otra manera había? Esa fue apenas la primera prueba y ustedes, como guardianes del culto, bien lo saben.
Mi abuela no parecía convencida.
—No solo es lo de los lobos, también está lo de las joyas. ¿Cómo se te ocurre robar algo tan valioso de ese museo? Lo han anunciado hasta en la radio, son reliquias nacionales, Ernesto ¡Nada más y nada menos!
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