Visiones de granada / La Suma Sacerdotisa

CUENTOS ARCANOS / ARCANO 2. LA SUMA SACERDOTISA

El día de mi boda una llovizna incesante cayó desde temprano, semejante a agujas de agua preñadas de mal agüero.

Los granados del patio tenían días cargados, algunos frutos habían caído al suelo sin que nadie los recogiera, los preparativos de mi casamiento habían acaparado la atención de toda la familia y así las granadas caídas habían ido ganando espacio.

Camila, mi hermana menor, repetía desde hacía días:

—Ojalá yo me case con un novio tan buenmozo como el tuyo.

Y tenía razón. Mi novio era el sueño de cualquier mujer casadera, lo que más me gustaba de él eran sus ojos azules y grandes, pero más me gustaba aún el hecho de que tuviera un secreto que solo yo compartía: Ernesto era un estudioso del tarot.

Aquel secreto debíamos cuidarlo muy bien, porque en un pueblo tan católico como Santa Lucía estudiar esas cosas era sinónimo de brujería, y aun cuando ya estábamos en los años 50, la población era capaz de quemarnos vivos, como habían hecho un año atrás con una muchacha extranjera a quien descubrieron con un péndulo intentando obtener respuestas de unos extraños gráficos.

El padre Andrés se hacía la vista gorda, no interfería para no meter a la Iglesia en problemas, pero tampoco hacía nada para impedir esos actos barbáricos.

Por mi parte, le tenía pánico a las hogueras y me cuidaba muy bien de no comentar con nadie los vívidos sueños que tenía desde niña. En algunos caminaba sobre las aguas, en otros veía a una mujer sentada a orillas de un lago, parecía tener la luna sobre su cabeza, a veces distinguía a cada uno de sus lados unas columnas: una era blanca y la otra negra. Ella siempre me sonreía.

Cuando me decidí a contárselos a Ernesto sus ojos brillaron, me mostró la carta de la Suma Sacerdotisa y yo me quedé de piedra al identificar a la mujer de mis sueños.

—Ella es la guardiana del conocimiento oculto —me dijo.

No puedo explicar lo que sentí, no solo había aparecido en mi vida alguien con quien podía hablar respecto a algo que siempre consideré una anomalía, una especie de tara vergonzosa, sino que además tenía la respuesta. Yo siempre había estado llena de preguntas y él aparecía ante mí como el poseedor de las claves de mi singular universo onírico.

—Lo que tienes que hacer —me dijo mirándome con esos ojos azules que me estremecían —es consumir la pulpa de una granada madura mientras estás metida en el río durante la próxima luna llena.

Sentí miedo, desde todo punto de vista aquello era brujería. Él pareció leer mi mente, deslizó su mano por mi mejilla y agregó:

—Si quieres descifrar el mensaje de la Sacerdotisa, esa es la manera.

A los quince días, mientras todos dormían, escapé por la ventana de mi habitación, era más de medianoche, debía ser a esa hora para asegurarnos de que todos en el pueblo durmieran.

Ernesto me esperaba cerca de casa, nos fuimos caminando de la mano hasta las afueras del pueblo, donde el río era más profundo. Yo tenía el pulso acelerado, jamás había estado afuera a esa hora, él parecía muy tranquilo.

Los grillos no dejaron de cantar un segundo durante todo el trayecto. Cuando estuvimos en la orilla del pozo, Ernesto me dijo:

—Desvístete.

Comencé a quitarme cada prenda con timidez hasta quedar en ropa interior.

—Tienes que quitarte todo.

Al verme dudar me tranquilizó:

—No voy a tocarte hasta que estemos casados.

Una vez desnuda me sentí extraña, por una parte estaba el pudor, pero por la otra percibí cierta libertad que me era desconocida.

La luna brillaba inmensa en el cielo.

Ernesto me preguntó:

—¿Trajiste la granada?

Asentí y le señalé la falda que estaba en el suelo. Él hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo la fruta que pareció destellar al colocarla sobre la palma de mi mano.

—Yo no puedo entrar, el agua solo debe ser tocada por ti.

Comencé a adentrarme en el pozo con la granada en la mano. El agua estaba fría, pero a medida que fui avanzando mi cuerpo se adaptó a la temperatura. Cuando solo mis hombros, mi cuello y mi cabeza sobresalían, Ernesto me dijo:

—Hasta ahí —me detuve. —Ahora piensa en la carta de la Sacerdotisa y eleva la granada hacia el cielo. —Hice lo que me decía. —Ahora ábrela.

La parte externa cedió con facilidad porque la fruta estaba muy madura, el jugo comenzó a derramarse, llevé la pulpa hacia mi boca y mastiqué las semillas, sentí el dulzor expandirse sobre mi lengua. Cerré los ojos al tragar.

Tras un resplandor blanco vi aparecer a la Sacerdotisa, la vi tal y como en la carta que me había mostrado Ernesto, ella me miró unos segundos y luego descorrió el velo tapizado de granadas que se hallaba a sus espaldas, tras el mismo distinguí:

Un niño cuyos ojos azules reflejaban una gran tristeza, su hermanita acababa de morir, pero él no lloraba, en uno de sus bolsillos llevaba un mazo de tarot, cuando sus padres salieron de la habitación, él se acercó a la cama donde yacía la niña que parecía dormida, salvo por la extrema palidez de su piel, extrajo las cartas del bolsillo y colocó sobre la frente de la pequeña el arcano XVII: la Estrella, una carta de esperanza.

Esa imagen se desvaneció para dar paso a la siguiente:

Yo, con ropa de otra época, amarrada a un palo de madera, bajo mis pies comenzaba a arder la leña. La muchedumbre me contemplaba con sus expresiones cargadas de odio, me gritaban “Bruja” y me maldecían. Extrañamente yo solo podía sentir pena por ellos.

A continuación vi a Ernesto viajando por distintos lugares, su mirada había cambiado, ya no reflejaba calma, sino demencia.

Me vi vestida de novia con el velo cubriendo mi rostro.

Vi a Ernesto canoso devorando la carne cruda de un león.

Mi vestido de novia estaba manchado de rojo.

Ernesto se fue volviendo un punto cada vez más pequeño.

Distinguí los arcanos del Diablo, el Ermitaño, la Fuerza y, finalmente, la Sacerdotisa, quien me sonreía a medias sin mostrar los dientes, de repente su imagen pareció desenfocada, cuando logré enfocarla nuevamente me vi sentada en su lugar.

Tirito de frío, despierto desnuda sobre una manta, otra me cubre, escucho el chisporroteo del fuego y me asusto. Me incorporo de prisa, mis cabellos chorrean agua, Ernesto está sentado al otro lado de la pequeña hoguera y me mira. Me tranquilizo al verlo, me arrebujo en la manta y murmuro:

—Detesto las hogueras —el fuego está entre ambos y siento que nos separa.

—¿Por qué? —me pregunta sin dejar de mirarme.

Comienzo a contarle todo lo que vi, sin omitir detalle. Él me escucha en perfecto silencio, al final nos quedamos contemplando el fuego…

—Debemos regresar —su voz me sobresalta.

El tiempo corrió muy de prisa o transcurrió lentamente, no lo sé. Comienzo a vestirme, me siento rara, me siento otra, pero no digo nada.

Al llegar frente a la casa me paro de puntillas y le arrojo a Ernesto los brazos al cuello para ofrecerle mis labios, pero él me besa en la frente y al contacto de sus labios veo un río crecido de aguas oscuras cuya corriente es tan fuerte que siento vértigo. Me abrazo a él para no caerme, tras un breve instante él me separa de su cuerpo, me mira con esos ojos en los que quisiera perderme, y me dice:

—Todo está bien.

Pero cuando entro por la ventana de mi cuarto siento que nada está bien, menos aún al encontrarme con mi hermana menor esperándome con cara de angustia.

—¿Dónde estabas?

—Con Ernesto.

—Mañana es la boda. ¿No pudieron esperar?

—Quédate tranquila, no es lo que tú piensas… aunque me vio desnuda.

Se tapa la boca con las manos, pero sus ojos brillan de excitación. La tomo de los hombros para sacarla del cuarto y al tocarla veo transcurrir su vida entera desde que estaba en el vientre materno. Me asusto y retito las manos bruscamente.

Ella me mira intrigada:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Vete que tengo mucho sueño y mañana me caso.

Me dejo caer sobre la cama y caigo en un letargo profundo.

Al día siguiente mi hermana me despierta.

—Ya es hora dormilona.

Abro los ojos y los rayos del sol traspasan la tela de las cortinas en una especie de luminosa desfloración, un pensamiento inquietante comienza a rondarme: no recuerdo haber soñado… imposible, me digo, todas las noches tengo sueños muy nítidos cuyas imágenes me vienen como flashes a medida que transcurren las horas, pero justo ese día me siento como un lienzo en blanco.

Mi hermana está tan emocionada que cualquiera diría que es ella quien se casa. Salimos del cuarto, afuera está mi madre a punto de romper en llanto; mi hermana mayor ha llegado temprano, su vientre está enorme, en dos meses nacerá su segundo hijo; papá intenta aparentar normalidad.

El arreglo es minucioso. Me bañan en agua de rosas, masajean mi piel con una mezcla de aceite de nardo y lavanda, me visten con el mismo vestido que usaron mi abuela, mi mamá y mi hermana mayor en sus respectivas bodas, el traje ha sido ajustado en cada ocasión al cuerpo de la portadora. Me trenzan el cabello y me lo llenan de flores. Una vez que estamos listas, papá nos toma fotos.

Me llevan al patio, detrás de los granados está el altar a Santa Lucía. Mamá me dice:

—Ahora viene lo más importante: lavarte los ojos con el agua de la pileta de Santa Lucía para que siempre puedas ver el camino a seguir. Después te maquillamos —mis dos hermanas y ella me acompañan. Papá no, esas son cosas de mujeres.

Tenemos cuidado de caminar sobre el camino de baldosas que ha sido despejado de granadas, no así el resto del patio que muestra sobre la tierra los frutos caídos. Llegamos hasta la pileta colocada frente a la santa, entre las tres me ayudan a levantarme el velo, lo sostienen para que no se moje mientras yo me inclino hacia adelante, recojo agua de la pileta con el cuenco de las manos y lavo mis ojos.

Santa Lucía aparece ante mí con una pequeña bandeja de plata, aunque la veo cerca su voz parece muy lejana.

—Dame tus ojos niña, ya no los necesitas para ver.

Instintivamente me los tapo con las manos, pero siento sus cuencas vacías. Sin saber cómo han ido a parar a la bandeja de plata. La santa se difumina en luz y me ordena:

—Ahora ve.

Mi hermana mayor está de parto, pero las cosas no van bien, está perdiendo mucha sangre. Afuera el doctor le explica a mi cuñado que es preciso escoger entre la vida de la madre y el niño. Mi cuñado se echa a llorar y cae de rodillas suplicando:

—Sálvela, doctor, sálvela. Yo la perdono, sálvela.

—Haremos lo posible.

Pero lo posible no es suficiente, mi hermana se desangra…

Mi hermana menor escapa por la ventana, es de noche y más allá la aguarda un hombre que solo me muestra su espalda…

—No quiero seguir viendo Santa Lucía, ya no más por favor.

—De ahora en adelante no más sueños. Ya puedes ver sin soñar.

Abro los ojos y estoy en el patio, tiemblo de arriba a abajo. Mi hermana mayor pregunta, divertida:

—¿Qué te pasa? ¿Santa Lucía te ha asustado?

—Vamos hija, hay que darse prisa con el maquillaje, Ernesto ya debe estar en la iglesia.

Me enderezo y me doy la vuelta, mi hermana menor me seca el rostro con un pañuelo, cuando nos disponemos a atravesar el patio nuevamente, papá se acerca agitando un papel en la mano. Su expresión denota malas noticias.

—De parte de Ernesto.

Mamá pega un gritito, mis hermanas se pegan más a mí, tal vez previniendo un desmayo.

Papá coloca el papel doblado en mis manos, siento una corriente fría agitarse en mi vientre. Mi hermana menor intenta ahogar el llanto.

Desdoblo el papel y leo:

“Lo siento, las Sacerdotisas no se casan”.

—Hijo de puta —murmura entre dientes mi hermana mayor.

Dejo caer el papel y atravieso el patio corriendo, debo alcanzar a Ernesto, no puede dejarme, no puede…

Me he salido del camino de baldosas y a cada uno de mis pasos el jugo de las granadas caídas me salpica el vestido manchándolo de rojo, finalmente resbalo y caigo sobre las frutas aplastadas, arrodillada agito los brazos con rabia, las salpicaduras de pulpa terminan de ensuciar el vestido, hundo las manos en la tierra rojiza y me  embadurno el rostro antes de echarme a llorar desconsolada.

No sé qué habrá sido de Ernesto. Luego de que mi hermana mayor y el bebé murieran me marché de Santa Lucía para no volver.

He vivido internada en los bosques bañándome desnuda las noches de luna llena, jamás he vuelto a soñar ni a probar las granadas. Al colocar las manos sobre los troncos de los árboles, estos me muestran el pasado, el presente y el futuro; así he logrado saber de mi familia, de la descendencia de mis hermanas, también sé cosas del mundo que no quisiera saber.

A Ernesto no he podido verlo, sé que se me esconde. Sabe que lo busco y permanece oculto tras el velo. Él tiene sus artes para hacerlo.

Algún día, cuando ya no tenga miedo de descorrer el velo, le daré alcance, entonces le regalaré la más dulce de las muertes. Besaré sus labios tierna y apasionadamente, arrancaré esos ojos azules de sus cuencas y ahogaré su cuerpo en jugo de granada mientras le canto una canción de cuna. Así, finalmente, blanquearé mi vestido.

©NideskaSuarez

Publicado por Nideska Suárez

Escritora venezolana

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