El dueño murió antes del amanecer, fue una agonía lenta, marcada por el ritmo de su respiración entrecortada y algunos girones de niebla que chocaban contra los cristales de la ventana de aquel remolque que, comparado con los nuestros, era de primera clase. Me quedé a su lado acompañándolo como no había tenido la oportunidad de hacer con mi padre. En un momento abrió los ojos empañados, me apretó la mano y yo comprendí que deseaba decirme algo. Habló con dificultad: “Escucha muchacho… Te dejo el cayado… No es uno cualquiera… Me lo dio un hombre hace mucho tiempo… Un mago… un verdadero mago… Me dijo que tenía poderes como la vara de Moisés…”. Tosió, una vez recuperado el aliento continuó: “A mí me ha servido con los animales… para doblegar su fiereza… a lo mejor a ti te sirva para otra cosa…”. Volvió a toser, esta vez la sangre desbordó sus labios, sentí que aflojaba la presión de su mano en la mía, debía aceptar que se había ido.
Permanecimos cerrados no solo por el duelo, sino porque sabíamos que la gente no volvería, era obvio que debíamos cambiar de ciudad, pero esperábamos al hermano del dueño, quien de ahora en adelante estaría a cargo, nadie lo conocía, al parecer debía hacer una larga travesía para llegar.
Atila, nombre con el cual bauticé al león, se veía mucho más tranquilo, ya no rugía, parecía un enorme gato manso, pasaba las horas en contemplación dentro de su jaula, como una esfinge. Una tarde en la que fui a llevarle comida noté algo en el suelo, fuera de la jaula, era una carta, la levanté y vi que en la parte inferior decía El Mago, en la parte superior tenía el uno en números romanos, el fondo era amarillo, un hombre joven dominaba la escena, sobre su cabeza estaba el símbolo del infinito, tenía la mano derecha levantada sosteniendo una vara blanca, su mano izquierda apuntaba hacia abajo, frente a él había una mesa sobre la cual reposaban una espada, una moneda de oro con un pentáculo grabado en ella, un cáliz y un báculo de madera. Sobre el joven colgaba una enredadera con flores rojas, a sus pies crecían rosas rojas y lirios blancos. El hombre iba vestido con una túnica blanca, sobre la cual llevaba un ropaje rojo, alrededor de su cintura, a modo de cinturón, había una serpiente que se mordía la cola.
El hallazgo de esta carta me impresionó de tal modo que olvidé darle comida a Atila. Caminé a mi remolque absorto en la contemplación de la imagen, era evidente para mí la coincidencia entre los objetos que estaban sobre la mesa del Mago y los que la muerte me había legado: la moneda, el cáliz y el báculo, pero me faltaba la espada. Por la noche, sentado afuera del remolque, contemplaba la carta cuando el sonido de una voz masculina me sobresaltó: “Como es arriba es abajo”.
La zozobra que me inspiró esa primera vez no disminuyó con los días. Volteé para distinguir la figura de un hombre alto, corpulento, de cabello blanco y abundante, sus ojos eran grandes y azules, tenía en el rostro varias cicatrices y una nariz prominente. Me miraba fijamente, llevaba una camisa blanca con las mangas remangadas, pantalones y zapatos de vestir que desentonaban con el ambiente, con una mano sujetaba el blazer que hacía juego con el pantalón, la otra mano la tenía en el bolsillo. “Soy el hermano”, me dijo, y prosiguió su camino.
Al día siguiente, cuando le mostré la carta a la adivina para ver si era suya, me miró de arriba abajo con desdén, antes de añadir: “¿Eso? Eso es el tarot, yo solo trabajo con la baraja española”.
Los días transcurrían bajo una aparente calma, para tranquilidad de todos la niebla comenzó a disiparse, el hermano comentó que pronto nos iríamos y a partir de ahí solo vivimos para abandonar aquel lugar que muchos considerábamos maldito.
Un día el hermano me llamó a la oficina. Entré y vi que todo seguía igual, excepto por una foto en la cual se distinguía un grupo de hombres negros muy altos, ataviados con prendas rojas, llevaban vistosos collares y cada uno sostenía una lanza de madera que lo superaba en tamaño. A sus pies yacía un león sin vida. Al notar mi interés, comentó:
—Son los masáis, viven en África, entre Kenia y Tanzania. ¿Alguna vez has estado en África? —negué con la cabeza.
Sacó una cajetilla de cigarrillos y sentí una punzada dolorosa en el corazón cuando distinguí, sobre la tapa, al elegante hombre del frac. Me ofreció uno, volví a negar. Encendió el suyo con parsimonia, aspiró el humo y me miró con una fijeza tal que me sentí incómodo. Por romper el silencio le pregunté:
—¿Usted tomó la foto? —asintió. —¿Quién mató al león?
Dejó salir el humo por la nariz antes de contestar.
—Para ellos hacerse hombre no es algo que se dé por sentado, hay que demostrarlo. Deben matar un león con sus propias manos.
—¿Qué hacen luego con el cuerpo del león? —Volvió a mirarme fijamente y continuó fumando sin contestarme. Mi sensación de incomodidad crecía.
—Mi hermano tenía algo que me interesa recuperar, es una reliquia familiar con un gran valor sentimental. Lo habrás visto, es un báculo de madera, no tiene ningún valor económico, pero para mí es muy importante.
Me quedé en silencio. Clavó sus ojos en los míos y me preguntó:
—¿Lo tienes?
Me recorrió un escalofrío.
—Sé a qué se refiere, él lo llevaba todo el tiempo consigo, pero desde que murió no volvimos a verlo, ese día todo fue muy confuso…
No había dejado de mirarme ni un segundo. Restregó la colilla contra el cenicero.
—Puedes irte.
Cuando salí me temblaban las piernas. Al llegar al remolque estaba la adivina con su cara habitual de pocos amigos.
—Tú como que vienes de ver al diablo —no me dio chance de contestarle cuando ya estaba agitando frente a mi cara una bolsita con un polvo gris verdoso en su interior. —Haz un té con esto, así sabrás lo que te quiere decir la carta. —Se fue con su remolino de faldas y tintinear de pulseras.
El olor era como el de una especie de hongo deshidratado. ¿Qué daño podía hacerme? Puse a calentar el agua, pero cuando iba a verter el líquido oscuro en la taza algo me hizo ir en busca del cáliz, lo saqué de donde lo tenía guardado, lo limpié y serví el té en su interior.
Me senté sobre la cama, al primer sorbo quise desistir, era demasiado amargo, inhalé profundo, aguanté la respiración y lo bebí hasta el fondo. El dolor de estómago no se hizo esperar, me acosté abrazándome a mí mismo, presionando fuerte sobre la zona estomacal en busca de alivio, comencé a sudar frío. Maldita adivina ¿qué me había dado?
Debí haberme quedado dormido entre quejidos. Desperté en un lugar repleto de niebla, comencé a caminar a tientas intentando, inútilmente, disiparla con las manos. Tropecé con algo que me obligó a detenerme, cerré los ojos y comencé a explorar guiándome por el tacto. Era una mesa de madera, sobre ella estaban la moneda, el cáliz y el báculo, cuando los hube identificado la niebla se disipó. Me hallaba en el jardín del Mago, donde abundaban las rosas rojas y los lirios blancos. De los tres objetos el cáliz resplandeció ante mis ojos, lo levanté y vi la inscripción en letras brillantes “Recuerda formular la pregunta correcta”. ¿Cuál era la pregunta correcta? A mi mente vino la conversación con el hermano, la foto de los masáis y el león… Levanté el cáliz y con una voz que no me pareció la mía, pregunté: “Si el león muere ¿Quién obtiene su fuerza?”. En ese momento apareció en medio del jardín un león blanco, reconocí a Teseo de inmediato. Me acerqué a él y lo abracé, ronroneó como un gato manso, pero luego, cuando me separé de él, las lágrimas rojas comenzaron a brotar de sus ojos. “¿Por qué lloras? ¿Qué sucede? Ya la niebla se ha ido”. Instintivamente mojé la punta del dedo índice en la sangre que bajaba por su rostro felino y lo llevé a mi lengua, sentí como si me electrocutaran. Caí al suelo. Al despertar me hallaba en un remolque, pero no era el mío, estaba a abandonado y oscuro, sobre un jergón de madera había un gastado colchón matrimonial, entre el jergón y el colchón algo destellaba. Me acerqué y al levantar el colchón el brillo fue tan intenso que me cegó. En ese instante desperté sobre mi cama, corrí hacia el baño para vomitar. Ya sabía dónde estaba la espada.
Había pocas parejas de hecho en el campamento. La gente del circo se enamoraba y se desenamoraba, compartían un remolque y luego lo abandonaban, pero parejas como tales había habido dos entre nosotros. Ese remolque era el de la tragedia. Un año atrás el lanzador de cuchillos había matado a su mujer en pleno acto porque la había visto salir sigilosamente del remolque del equilibrista, como venganza la mató en medio del espectáculo disparándole un cuchillo directo al corazón, antes de que la policía viniera por él se quitó la vida saltando desde la cuerda floja cuando la malla ya había sido retirada.
El remolque había permanecido vacío, nadie había querido ocuparlo por considerar que traía mala suerte. Esperé a que todos se durmieran y entré, fui directo hacia el jergón, levanté el colchón y no encontré nada. “No puede ser”. Me senté y sentí el frío del metal bajo la tela. Revisé todas las gavetas en busca de algo con qué romper el colchón, no era posible que precisamente en ese remolque no hubiese un cuchillo. Finalmente encontré una cuchilla abandonada que daba pena, pero sirvió para sus fines. Trabajosamente comencé a romper la tela que recubría el colchón, saqué parte de la goma espuma y divisé la empuñadura. Más que una espada era un sable mediano, pero muy filoso, como pude comprobar al cortarme; el mango había sido labrado con preciosismo.
Ya tenía los cuatro objetos ¿ahora qué? Envolví el sable en un trapo sucio y abandoné el remolque. Todo estaba silencioso a esa hora, era un placer mirar alrededor sin el obstáculo de la niebla, la noche era tan clara que las estrellas se habían multiplicado, el aire fresco me invadió los pulmones, sentí una sensación de bienestar que raras veces me había acompañado.
No sé por qué me dio por ir a ver cómo estaba Atila, me pareció que ese día había dormido más de lo habitual, pero como los leones son criaturas nocturnas probablemente ya se hallaba despierto. Me llevé la sorpresa de mi vida al no encontrarlo en la jaula, pero más me sorprendió ver junto a la misma el báculo de madera que me había legado el dueño. Escuché ruidos más allá, detrás de la arboleda.
Me acerqué con cautela, instintivamente saqué el sable del envoltorio de tela y sosteniéndolo como si fuese a atacar a alguien caminé hasta los árboles. Lo que vi me congeló la sangre. Atila yacía muerto en el suelo, de su pecho abierto brotaba la sangre y en la abertura de su carne estaba sumergida la cabeza del hermano que, arrodillado junto al cuerpo de Atila, devoraba su interior con ansia insaciable.
Una furia ciega se apoderó de mí, emprendí la carrera con la intención de clavarle el sable en la espalda, pero me sintió venir, giró hacia mí el rostro empapado en sangre y levantó el brazo para protegerse, yo asesté el golpe y dos de sus dedos cayeron al suelo, pegó un alarido y colocó la otra mano sobre la herida intentando detener la sangre. Se movió con rapidez para esquivar el segundo golpe. Su pecho estaba desnudo, yo quería abrírselo, tal como él había abierto el de Atila, pero sus instintos eran sorprendentes. Finalmente salió huyendo con una velocidad inaudita para un hombre en sus condiciones.
En vez de perseguirlo tomé los dedos del suelo y me dirigí a la jaula de los leones, al pasar junto a la de Atila tomé el báculo. Los leones se hallaban inquietos, les lancé los dedos y se abalanzaron sobre ellos. Era hora de averiguar si aquel báculo tenía poder. Apunté hacia la jaula y sentí una gran energía brotando del cayado, separé las piernas para resistir la fuerza y sentí que los leones podían entenderme, me miraron atentamente como esperando una orden. Les dije: “Vayan por él” y abrí la puerta. Saltaron con un brío que no les había visto nunca, se perdieron rápidamente tras los árboles.
Jamás supe si le dieron alcance. Yo recogí mis cosas y abandoné el circo para siempre. Me he convertido en un asceta, lo único que cargo conmigo son los cuatro objetos, duermo en cualquier parte, como lo que consigo, cargo con la maldición de saber antes que todos cuándo va a ocurrir una tragedia, a veces puedo evitarla, otras simplemente debo respetar lo inevitable. Los espíritus de Teseo y Atila siempre me acompañan. Viajo a pie por todo el país en busca de ciudades con zoológicos, en los cuales mes cuelo durante las noches para conversar con los animales, son ellos mis mejores informantes.
Pronto volverá la niebla, puedo sentirlo en los huesos, mi único deseo es estar en África cuando la misma vuelva.
©NideskaSuarez
Lee AQUÍ la primera parte.

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