Pronto volverá la niebla / El Mago

Ilustración de David Vogin

CUENTOS ARCANOS. ARCANO 1 EL MAGO

PRIMERA PARTE

Ese fue un año extraño, la primavera tardaba en llegar, el final del invierno trajo más niebla de lo habitual, como si todo lo que aconteciera debiera permanecer oculto bajo un velo. Tal vez eso influyó en que papá tomara la decisión de suicidarse, esa fue la primera vez que vi la muerte, el disparo resonó estremeciéndonos a mi madre y a mí que estábamos en el jardín examinando a Sissy, la vieja pastor alemán que desde el día anterior mostró signos de decaimiento, así habían empezado todos los animales del zoológico que murieron en un lapso de tres semanas.

Al escuchar la detonación, mamá abrazó a Sissy con fuerza, yo la miré y comprendí que no iba a entrar en la casa, por lo que a mis nueve años reuní el valor para dirigirme hasta la puerta que había abierto tantas veces, pero que en ese momento se me resistía. Papá había cerrado con llave. Entré por una de las ventanas, la antena del televisor se había caído de nuevo y el sonido de la estática invadía la sala.

Sabía que no lo encontraría en el estudio ni en la habitación, cuando papá se preocupaba se iba a fumar al desván para no molestar a mamá con el humo, para mí esa parte de la casa estaba embrujada, ahora comprendo que su única brujería fue anticiparme lo que sucedería esa mañana.

Subí las escaleras con cautela, como si arriba me esperara el monstruo inevitable, ese que tememos desde chicos y que tarde o temprano, de una forma u otra, nos alcanza. La puerta estaba entreabierta, no sé si era una especie de invitación, pero yo no me animaba a entrar, me asomé desde afuera y vi las suelas de sus zapatos, se había vestido de gala para hacerlo, así era él, “las formas importan”, me repetía siempre.

Me decidí a cruzar el umbral y lo vi acostado, cualquiera diría que dormía, llevaba el traje de cuando se casaron, lo reconocí por la foto de la repisa en la sala, esa con un marco de cristal que mamá cuidaba tanto. La pistola estaba tirada al lado izquierdo, era zurdo, “un gran tirador”, había escuchado decir de él en más de una ocasión, y debió serlo porque había un hoyo en la sien izquierda y otro en la sien derecha. “Un tiro limpio”, diría luego la policía. Su cabeza reposaba sobre un charco de sangre y sus ojos estaban abiertos con esa expresión de desencanto que se había apoderado de ellos desde que comenzaron a morir los animales.

Tal vez suene insensible, pero en ese momento no sentí miedo ni tristeza, no sentí nada, solo pude ver que cerca de su mano derecha brillaba algo, me acerqué y vi una moneda de oro, me agaché para recogerla, era más grande de lo habitual y pesaba, tenía grabada una estrella de cinco puntas. La guardé en mi bolsillo, cuando me levanté para irme sentí a mamá en la puerta, me giré para darme de frente con sus ojos enrojecidos, sus manos estaban crispadas sobre el picaporte, miró todo en silencio unos segundos y al final me hizo una seña temblorosa para indicarme que saliera. Ella no entró, una vez afuera cerró la puerta y jamás volví a verla subir las escaleras.

En la noche, luego de que la policía se hubo llevado el cuerpo, nos sentamos en silencio en la mesa, que me pareció enorme sin la presencia de papá, el único sonido que se escuchaba era el de nuestros sorbidos cada vez que acercábamos la cuchara llena de sopa a nuestros labios, en un momento mamá dejó caer la suya dentro del plato, salpicando la mesa de líquido y dijo “Es esta maldita niebla”. Yo había dejado de comer al escuchar el impacto de la plata en la porcelana. La miré esperando que dijera algo más, pero como pasaron los minutos y ella ni siquiera levantaba la vista me dispuse a terminar la sopa, cuando estaba a punto de llevarme la cuchara nuevamente a los labios, la escuché decir “Sissy también murió hoy”, apoyó los codos sobre la mesa y se tapó la cara con ambas manos, pensé que la escucharía sollozar, pero solo vi su espalda agitarse una y otra vez acompasadamente. Lo de Sissy era ya demasiado, no pude seguir comiendo, acaricié la moneda de oro en mi bolsillo y me desmayé.

Pasados unos días fuimos al zoológico, mamá había dicho que había que ocuparse de la realidad y no pensaba dejarme solo. Me sorprendió que luego de encender el motor prendiera un cigarrillo, nunca la había visto fumar, reconocí la cajetilla de papá, en la tapa de la misma venía impresa la silueta de un hombre vestido con frac, quien sostenía con garbo un cigarro entre los dedos. Desde ese día mamá no conducía si no sostenía un cigarro entre el índice y el dedo corazón de la mano izquierda, la cual sacaba esporádicamente por la ventana.

Una vez en el zoológico el gerente informó a mamá la lamentable situación, los animales continuaban muriendo, “Es esta maldita niebla, señora. Mi recomendación es rematar lo que queda para pagar las deudas”. Mientras mamá se encargaba de revisar papeles y libros contables, yo me fui a recorrer las inmediaciones, había demasiados espacios vacíos donde antes reinara la vida; acompañé tantas veces a mi padre en el cuidado diario de “nuestros huéspedes”, como solía llamarlos él, que llegué a conocerlos a todos. Ahora había más alegría en el cementerio donde días atrás habíamos enterrado su cuerpo que en aquel lugar que hasta hacía poco había estado lleno de visitantes.

Me dirigí al área de los leones, solo pude ver a Orestes y a Electra, que lucían muy delgados y apenas si respiraban, estaban el uno junto al otro, ya no retozaban entre ellos, quizás solo aspiraban a morir juntos. “¿A dónde van los leones cuando mueren papá?”, “A África, ese es su paraíso”. Pronto Electra y Orestes conocerían África. De pronto, detrás de uno de los árboles vi salir una silueta blanca, el corazón se me aceleró de alegría. ¿Sería posible? Era Teseo, nuestro león albino, también se veía bastante desmejorado, pero aún le faltaba para irse a África, o al menos eso quise creer. Se sentó sobre la piedra más alta, una brisa sopló agitando su blanca melena, pero él permaneció muy quieto. Cambié de lugar para poder contemplarlo de frente, había quedado a medio sumergir en la niebla que comenzó a hacerse más densa, antes de que lo envolviera por completo logré ver sus ojos y me pareció que lloraba, me hubiese gustado que papá estuviera conmigo para preguntarle si los leones lloraban. Escuché los gritos de mi madre llamándome en medio del a niebla, pero no pude moverme, me había quedado perdido en los ojos de Teseo, de pronto sentí la mano de mamá  en la mía y su voz angustiada diciéndome: “Tenemos que irnos, los reportes dicen que hoy habrá más niebla de lo habitual”.

Pocas semanas después mamá vendió todo lo que quedaba, incluyendo la casa y partimos en busca de un destino donde no hubiera niebla.

Nos instalamos en un lugar maravilloso, sobre todo porque cerca de nuestra casa acampaba uno de los circos más famosos del país. No había fuerza humana que me arrancara de ahí, no del espectáculo, que ya me había cansado de ver, sino de lo que pasaba cuando no había público. Me fascinaba husmear bajo las máscaras, ver a los payasos sin maquillaje, luciendo más tristes aún que cuando lo tenían; encontrar a la infaltable mujer barbuda, el fortachón y los enanos en pijamas, recién levantados, respirando la cotidianidad de esos primeros minutos del día antes de convertirse en un espectáculo durante las tardes. Tan notoria era mi presencia que el dueño me dijo un día “Por aquí no puedes andar merodeando de gratis, o aportas o te largas”.

Los animales del circo no eran como los del zoológico, la resignación había hecho mella en ellos, sabían que debían hacer su aporte al show, como todos, para ganarse la comida,  además sus jaulas me parecían reducidas en comparación con los espacios que en nuestro viejo zoológico papá trataba de proporcionarles. Los veía y me preguntaba si tan siquiera habían escuchado hablar de África.

El dueño se encargaba personalmente del cuidado de los animales y era él quien estaba al frente de los números que los involucraban, he de reconocer que tenía muy buena mano, los animales se mostraban dóciles en su presencia y jamás lo vi maltratar a ninguno. Obviamente tenía el don.

Yo comencé con tareas básicas, el dueño y mi papá partían del mismo principio que expresaban con idéntica frase: “Para conocer un negocio hay que comenzar desde abajo”, así que limpiaba, lavaba, fregaba, rastrillaba, bañaba a los animales, recogía sus desperdicios, aseaba sus jaulas, llevaba encomiendas de un remolque a otro, traía encargos de la ciudad. Mamá, consciente de que no podía alejarme del circo, no se molestó en intentarlo, todas las tardes se acercaba a llevarme algo para merendar y nos sentábamos juntos, en silencio, compartiendo la comida. Creo que el dueño estaba medio enamorado de ella, no lo culpo, era una mujer hermosa, sin embargo ella nunca le correspondió ni a él ni a ninguno de los otros pretendientes que llamaron a su puerta, hasta que con el paso de los años dejaron de llamar.

Cuando mamá enfermó yo había terminado la escuela secundaria y no tenía ninguna intención de ir a la universidad, mi lugar estaba en el circo y pronto saldríamos de gira. Enfisema pulmonar, había comenzado a fumar tarde, pero con persistencia suicida. “Por mí no te detengas hijo, yo me iré pronto a África y seré feliz con tu padre que allá me espera”. No pude evitar las lágrimas al escuchar sus palabras. Antes de que el circo partiera ya ella se había ido. Organizando sus cosas encontré un viejo cáliz de cobre que llamó mi atención, cuando lo examiné de cerca vi que adentro tenía grabada la siguiente inscripción “Recuerda formular la pregunta correcta”. Decidí llevarlo conmigo como amuleto, lo guardé junto a la moneda de oro y partí sintiéndome más libre que huérfano.

En poco tiempo llegué a asistir al dueño en su espectáculo con los animales, él se convirtió para mí en una especie de tutor a quien le tomé cariño, por eso me preocupaba observar que tomaba cada vez más riesgos en su número; a pesar del evidente don que tenía para controlar a los animales, algo me decía que aquello no acabaría bien.

Esa mañana, al despertar, escuché murmullos fuera de mi remolque “¿Qué será?”, “Sin duda es inusual en esta región”, “No había visto algo así”. Sentí una punzada en el pecho y al abrir la puerta ahí estaba la niebla, la sangre se me agolpó en las sienes y a mi mente volvió claramente la imagen de mi padre en el suelo del ático.

No comenté nada sobre el pasado, me guardé mis pensamientos para mí con la esperanza de que esta vez todo fuera diferente. Esa tarde, cuando me acerqué a chequear a los leones los noté inquietos, se paseaban de aquí para allá en las jaulas que ya tenían mayor tamaño de tanto insistirle al dueño para comprar unas más grandes. Los elefantes, que por lo general se mantenían silenciosos, no dejaban de barritar; las dos jirafas se movían de aquí para allá, una alrededor de la otra, como si realizaran una danza de apareamiento ajena a ellas.

Esa noche acudió menos público del habitual, a lo cual el dueño comentó divertido “Gente ignorante, se asustan por todo” y, contemplando la niebla, agregó: “¿Esto? Esto no es nada, esto es apenas un pequeño percance de la vida. Nada más”. Se encogió de hombros antes de entrar en personaje y dar la bienvenida al público, anunciando, como siempre, un show sin igual.

Cuando llegó nuestro turno me dijo “Tenemos que darles algo nunca visto, después de todo es 1980” y me guiñó el ojo con ese aire de suficiencia que lo caracterizaba. Recordé una frase de mi madre “No pretendas comerte el mundo o acabarás en su estómago”. El número iba como siempre cuando de repente me dijo al  oído “Tráeme al nuevo”. Me quedé de piedra, se refería a un león de gran tamaño que había adquirido hacía poco y no había terminado de domar. Ese sí que había estado en África, pues el tratante que nos lo vendió se enorgulleció al decirnos “Recién traído de África. Una bestia en estado puro” mientras el sadismo brillaba en sus ojos.

El león estaba bastante maltratado y todavía se encontraba en recuperación, reaccionaba con gran agresividad y por las noches rugía como si pudieran escucharlo en África. Lo teníamos separados de los demás que, al sentirlo cerca, se inquietaban.

“Tráemelo. ¿Qué esperas?”. Lo encontré lamiéndose una herida que aún le molestaba, al sentirme dejó de lamerse para mirarme con fiereza, tomé un extremo de la cuerda que estaba atada a la jaula rodante y la conduje hasta la carpa. El león comenzó a inquietarse y a rugir por lo bajo durante el camino. Cuando entré en la carpa escuché la voz del dueño anunciando con rimbombancia “Es una fiera sin igual, rey de la selva africana, capaz de devorar a un niño de un bocado…”, la expectativa se sentía en el aire. Una vez que la jaula estuvo adentro se hizo el silencio, el león se paseó dentro de la misma para luego rugir con fuerza, arrancando exclamaciones de asombro entre los presentes.

“¡Pero hasta la bestia más salvaje puede ser amansada por un verdadero mago, como el que está ahora frente a ustedes!”. Hizo una reverencia y el público se deshizo en aplausos. Descorrí la puerta de la jaula, pero el león se negó a salir, el público esperaba con un silencio aprehensivo. “¡Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña!”. El dueño caminó hacia la puerta abierta con paso decidido, en ese momento se escuchó soplar el viento afuera, la lona de la carpa hizo movimientos ondulantes y la niebla comenzó a colarse hasta envolverlo todo.

Solo puedo contar lo que escuché, porque eso fue lo que me quedó de aquel momento: sonidos. La tabla de madera inclinada que comunicaba la jaula con el suelo se estremeció bajo el peso, un rugido se esparció en ondas tenebrosas poniéndome la piel de gallina, luego un grito, otro rugido, un cuerpo que cayó al suelo… El pánico se apoderó de todos, la gente comenzó a gritar y emprendieron la carrera buscando la salida, la lona fue desgarrada con violencia, las tablas que hacían las veces de asientos fueron despedazadas, los niños lloraban sin cesar, los alaridos perforaban el tímpano, algunas pisadas fueron a dar sobre cuerpos cuyos huesos crujieron…

Cuando la niebla se disipó lo suficiente para permitirnos ver lo que había ocurrido, distinguí al dueño tumbado en el suelo con la marca de varios zarpazos que habían desagarrado la piel bajo su ropa, el león estaba a su lado con aire indiferente, tenía una de sus enormes patas sobre el pecho sangrante del dueño y miraba en derredor sin demasiado interés, como si su furia, al encontrar salida, se hubiese apaciguado. Las personas que quedaban adentro profirieron gritos de terror al contemplar la escena, varios se taparon los ojos, otros fueron vencidos por las náuseas. Por fin salí de mi parálisis, tomé rápidamente el báculo del dueño y apunté al león con el mismo, este levantó la pata para lamerse la sangre y se dirigió mansamente al interior de la jaula.

P A R T E II

©NideskaSuarez

Publicado por Nideska Suárez

Escritora venezolana

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