Los escritores solo matan en las páginas

Subió los tres escalones de la entrada de la funeraria, aún le debía una última cosa a la mujer que yacía sin vida dentro del lujoso ataúd.

“No pienso dejarlo”, le había dicho ella días atrás, cerrando el brassier sobre los senos que él había admirado bajo la blusa blanca la primera vez que se habían visto, la misma blusa que yacía en el suelo de la habitación, cuya fila interminable de pequeños botones él había desabotonado con suma paciencia deleitándose en el camino de piel bronceada que iba quedando al descubierto con cada pequeño botón extraído de su ojal. Sus dedos se habían vuelto expertos en el proceso, ya que ella tenía predilección por ese estilo de prenda.

¿Cómo que no pensaba dejarlo? Se incorporó lentamente entre las sábanas que habían recibido los fluidos de casi tres horas de pasión, a fin de examinar más de cerca la expresión de su rostro. 

—¿Qué quieres decir?

—Lo que dije –ahora a ella le temblaban los dedos intentando meter cada pequeño botón en los ojales.

Él se acercó para ayudarla, ella se echó a llorar.

—No puedo dejarlo Luis. Son demasiados años, la costumbre es muy grande.

Él continuó abocado a la minuciosa tarea, cuando metió el último botón en su pequeño ojal miró su rostro bañado de lágrimas. Era la primera vez que la veía llorar, se sentía incómodo, estaba habituado a sus gestos de placer, conocía a la perfección cuando ella estaba a punto de acabar, sabía de memoria la forma en qué se curvaban sus labios carnosos y la intensidad con la que cerraba los ojos, ahora su rostro, desfigurado por el llanto, le resultaba extraño.

—Me dijiste que ya no lo amabas –sabía lo cliché que aquello se escuchaba, pero eso era lo que ella le había repetido tantas veces.

—Eso no tiene nada que ver –respondió ella, más tranquila, subiéndose la falda que se ajustaba perfectamente al contorno de sus caderas. —Al final la costumbre es más fuerte que el amor.

—No me vengas con canciones de Rocía Dúrcal, tú que detestas las rancheras –se dejó caer en la cama y encendió un cigarrillo. Sabía que a ella le molestaba el humo y por eso había renunciado al placer de la inhalada postcoito, pero en ese momento no estaba para complacerla.

—Teresa, si no lo dejas voy a matarte –lo dijo sin que su voz se alterara, sin dejar de  contemplar las volutas de humo en ascenso.

Antes de que ella pudiera decir algo, tomó el celular de la mesa de noche y colocó el adagio del Concierto de Aranjuez a todo volumen. En el año y medio que llevaba durmiendo con él, Teresa había aprendido que cuando colocaba esa pieza quería decir: “Ahora estoy demasiado molesto para hablar”.

Se dirigió a la puerta de la habitación esperando a que la mirara y le soltara aquello de “Como sigas meneando el culo de esa manera no te voy a dejar ir”, para ella sonreír con picardía, lanzarle un beso, admirar sus ojos claros y partir con una corriente eléctrica por todo el cuerpo, pero él continuaba concentrado en el humo del cigarro. No es que no lo quisiera, pero la sola idea de comenzar de nuevo con alguien más la hacía sentir agotada, y sin embargo solo con él se hubiese atrevido a intentarlo. Lo miró con ternura antes de decir:

—No seas tonto, Luis, los escritores solo matan en las páginas que escriben.

Cerró la puerta. El adagio terminó a la par del cigarro, así como Teresa y él solían acabar juntos. “Lo que más me gusta de ti”, le había dicho ella en reiteradas ocasiones, “es que esperas a que yo acabe para venirte”. Así era él, no podía acabar si ella no lo hacía. Eso las volvía locas a todas, no importaba cuánto duraran ellas en alcanzar el punto en que ya no resistían el placer, él tenía la capacidad de postergar el suyo para concederles el tiempo que necesitaran y luego acompañarlas cuando el éxtasis las inundaba. Sabía que era un don, eso lo había llevado a donde estaba: una casa en una zona lujosa, un carro último modelo, ropa de marca, cuentas abultadas y su posesión más preciada, el velero con el que iría a recorrer el mundo junto a la indicada. Ahora la había encontrado y ella no quería dejar a su marido.

En cuanto la conoció en aquella cafetería chic, donde no servían “con leche” ni “marrón”, sino capuccino y mocaccino, le bastaron cinco minutos para saber que detrás de su look de mujer sofisticada ella estaba mal servida en la cama. Siempre había tenido un radar para detectar esa carencia y se las había ingeniado para ser él quien la llenara. Teresa no había sido la excepción, pero con ella le había sucedido algo que escapaba a su control, se había enamorado. Habían hecho tantos planes después de cada orgasmo: la casa en la que vivirían, tendría un jardín con rosas de todos los colores: blancas, rojas, amarillas, rosadas, anaranjadas. Visitarían playas paradisiacas con el velero que le había heredado su “tía”, él la enseñaría a esquiar, se bañarían desnudos en el Océano Índico y, para no ser tan egoístas, se unirían a alguna causa altruista y lejana, como la preservación de las ballenas o los osos polares, cualquier animal que luciera bien como fondo de pantalla… ¿Y ahora ella le decía que no pensaba dejar a su marido, de quien tanto se había quejado, no por maltratador, sino por aburrido? ¿Le salía con ese verso ranchero de la costumbre y el amor? ¿A qué jugaba?

Léelo completo:

Publicado por Nideska Suárez

Escritora venezolana

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