S.O.S

Apreciado Dr.

Cuando murió mi madre estábamos en Creta. En esa época yo era inmensamente infeliz. ¿Sabe usted lo que es sentirse inmensamente infeliz?  Sí, lo sabe, sé que lo sabe. Pues bien, yo llevaba dos años casada y era muy, pero muy infeliz. No hace falta que jure. Esta vez usted me creerá.

Estaba segura, yo que nunca he estado segura de nada, de que mi marido tenía una amante, así como también estaba segura de que no me amaba, pero eso es algo de lo que todos, ahora lo veo, siempre estuvieron seguros. Esa vez la certeza era solo mía, puesto que nadie parecía estar dispuesto a creerme o, mejor dicho, todos parecían estar dispuestos a mentirme, pero esa vez, por alguna extraña razón, era yo quien no estaba dispuesta a dejarse engañar. Así que también mentí, como él, como todos, incluso como usted. Siempre supe tanto y luché como loca contra ese saber que me hacía daño, que me desgarraba y que alguna vez me hizo ir al baño, abrir el grifo y cortarme las venas con la primera cosa filosa que tuve a mano.  Era mejor eso a aceptar que sabía. Pero estoy cansada de dejar que la vida se me escape por desagües inmundos, como esos que alimentan los canales de la romántica Venecia, “la más inverosímil de las ciudades”, nuestra Venecia. Usted también me mintió.

            Odio Creta doctor, la odio desde entonces o quizás desde siempre, así como también odiaba la casa de mis padres con sus fines de semana atiborrados de gente. Sentía que entre todos me asfixiaban.

            No hubo discusiones inútiles, en realidad nunca hubo nada. Si intenté quitarme la vida en ese entonces no fue porque hubiese muerto mi madre. La primera vez que lo intenté tenía dieciséis años y supe que si fallaba tarde o temprano volvería a intentarlo. Fallé y me quedó un sabor amargo en la garganta, tan amargo como el pastel del día de nuestra boda, ¿o debo decir “mi”’? En todo caso ahora digo “su”.

            En Creta fue la garganta. Después de aquella llamada fue la garganta. Marta, mi hermana mayor, llamó para decir que mamá había muerto. Comencé a sentir un cosquilleo insoportable en la garganta que me impedía tragar o articular palabras. Mi madre, quien desde hacía unos años había decidido odiarme, había muerto, y del otro lado del océano yo recibía la noticia por boca de la amante de mi marido. Así que corrí al baño y decidí tragarme todos los somníferos antes de que la garganta se me cerrara para siempre y fuera demasiado tarde. Fallé nuevamente. Las cosquillas se han ido, pero el sabor amargo continúa.

¿Cree usted que podamos retomar las sesiones? 

***

Léelo completo:

Publicado por Nideska Suárez

Escritora venezolana

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