La pregunta

Tú eres de las que quieren el «antes».           

Había intuido mujeres como tú, de la estirpe de Eva: capaces de perder el Paraíso por probar del Árbol del Conocimiento. Tú deseas saber.

            Siempre había fantaseado hacerle el amor a una Eva, a una mujer cuyo pecado no fuera la lujuria, sino la sed, esa que solo puede ser saciada con respuestas. Ya estoy harto de las que después del orgasmo, cuando aún la respiración no ha recuperado su vaivén cotidiano y el sudor del cabello impregna la almohada, no pueden evitar preguntar “¿Me quieres?”.  Las María Magdalenas desean ser queridas y yo no puedo quererlas. No se trata de arrojarles piedras, es que no soporto la incoherencia: o eres puta o eres romanticona, pero puta primero y soñadora de cuentos de hadas después, es demasiado. Ahí es cuando sé que ha llegado el momento de vestirme e ir a predicar la palabra santa en otros cuerpos.

            Ahora vienes tú, te entregas sin prisas al placer, me haces tuyo sin permitirme hacerte mía, me colocas frente a un precipicio de emociones, me haces dudar de todo… me haces quererte, coño, me haces quererte, y ni siquiera te tomas la molestia de inquirirlo o disimular que te importa lo que siento.

            Jamás me lo has preguntado, a estas alturas ya sé que no lo harás, es más, sé que si te lo digo te perderé el rastro y en mis ansias por seguirte abandonaré los linderos del Edén que conozco para convertirme en profeta sin tierra.

            No, tú no me preguntas si te quiero, tú vas más allá de esas nimiedades sentimentales, tal como hizo Eva al hincar los dientes en el fruto prohibido, tú me pides, con el jugo del fruto chorreando por tu mentón, desnuda y serena, mirándome directamente a los ojos: “Cuéntame tu historia, pero desde antes”.

“¿Cómo desde antes?” te pregunto, a punto de naufragar en tu mirada verde oscuro como un mar traicionero. Tú respondes, deslizando la punta del índice por la piel negra y sudorosa de mi pecho, hasta llegar unos centímetros debajo de mi ombligo: “Desde antes de ser concebido. Deseo desandar los pasos que te gestaron”. Pero no puedo desandar nada porque mi deseo crece al ritmo de tu mano y tengo que hundirme una vez más en la humedad de tus ganas, de otro modo estallaría y encontrarían mis restos entre las alcantarillas de la avenida que dos pisos más abajo cobra vida, ruta de asfalto y basura considerada por muchos como poco propicia para las historias de amor. Sin embargo yo te he amado en sus orillas mientras ventanas afuera el caos va tejiendo su trampa cotidiana, entre arrebatos de carteras, accidentes de tránsito y los gritos de un pandemónium constante.

            La primera vez que te traje dijiste que este edificio era una obra de arte. Tú, una niña del este, estabas en la Baralt, dispuesta a revolcarte con un desconocido de piel negra como el color de tu pelo que contrasta con tu palidez.

            ¿Qué hacías ese día en el centro de la ciudad? Nunca has querido decírmelo. Habías terminado lo que fuera que te hizo venir hasta esta zona y, según tú, cuando te disponías a enrumbarte hacia tu mundo, no pudiste resistirte al timbre de mi voz, “… la carne es débil, hermanos míos…”, que se coló bajo tu piel hasta enredarse en tu pelvis, “… el demonio nos tienta de formas impensables…”, y te hizo cruzar la Baralt hasta la Plaza Miranda, mi escenario, mi fachada, “… para salvarnos debemos resistir…

            Te vi, por supuesto que te vi entre la muchedumbre. Tu mirada me dijo “Sí”, tu cuerpo me dijo “Ven”. Y fui.

            Caminamos, Baralt arriba, sin tomarnos de la mano, esquivando transeúntes y buhoneros, envueltos por un perenne vaho formado de smog y sudores extraños. Era como caminar contigo por la torre de Babel, donde todos hablaban una lengua distinta mientras tú y yo ascendíamos en un tenso mutismo.

            Cuando llegamos a la estación Capitolio aún no me habías dicho tu nombre y, por el temblor de tus labios, pensé que te preparabas para huir, que entrarías al metro, te situarías en el andén con dirección Palo Verde y, en nueve estaciones, estarías de vuelta en tu mundo seguro; entonces me tomaste la mano y me la apretaste con fuerza, como para resistir la tentación de salir corriendo. Sentir por vez primera el roce de tu piel me dejó suspendido en medio del caos, así debió sentirse el mundo después del diluvio.

            Durante la siguiente cuadra intenté descifrarte: ¿Quién eras? ¿El demonio Lilith que venía a seducirme con sus malas artes? Si era así ya me habías hecho tuyo. Me detuve a la entrada del edificio, unos metros antes de Puente Llaguno. “¿Tienes nombre?” pregunté mientras tu vista se concentraba en los balcones. “Es una obra de arte”. Fueron tus únicas palabras antes de entregarnos al desenfreno, a los gemidos acompasados con el chirrido de los resortes. El resto fue una bandada de ángeles sobre Sodoma y Gomorra.

            Te comencé a amar a las once de la mañana, desde ese momento fui Salomón hincado ante la Reina de Saba. A las cinco de la tarde aún exploraba tu cuerpo que se abría ante mí como el Mar Rojo y  me tragaba sin temor a quitarme la vida. A las diez de la noche dormías tranquila y feliz a mi lado, mientras yo pensaba: “Ahora sí estoy preparado para responder”.

            Llevo casi tres meses esperando la pregunta, pero después de hacer el amor te tornas callada, te pliegas sobre ti misma y hasta parecieras olvidar mi existencia. Me das la espalda, abres una libreta y te pones a escribir no sé qué cosas sobre hombres que vuelan.

            Cuando te veo darme la espalda y agarrar el bolígrafo me provoca gritar “¡Padre ¿Por qué me has abandonado?!” Me mata la impotencia. Al mismo tiempo quisiera humillarme, irte por debajito, besarte la espalda y pedirte entre susurros: “Pregúntame… por favor, pregúntame…”. Pero te espantarías. Tú no deseas saber de tipos que te quieran, tú sólo deseas vivir una aventura con el negro. Calentarte el antojo mientras lo ves escupir salmos frente a la estatua de Miranda y luego venir a mitigar la urgencia en este colchón de mala muerte. Estás condenada y has terminado arrastrándome contigo.

            No puedo resistirme a tus deseos. La semana pasada se te antojó ir donde un brujo  y que para experimentar el lado mágico de esta ciudad. A mí el tipo me pareció un charlatán, por fuerza tengo que reconocerlos, sin embargo, después de la consulta, compraste todo lo que él te mandó para alejar las malas vibras. En la tienda, que estaba abarrotada de gente,  había una catirota curvilínea preguntando si aceptaban Zelle, era una que antes salía en varios culebrones, pero tiene tiempo sin sonar, con razón estaba ahí, olía a desespero, reconozco ese olor en cualquier parte. La encargada le respondió “Divisas solo en efectivo o por pago móvil al cambio del día”. Aquí no hay magia mi amor, aquí lo que manda es el cuánto hay pa’ eso.

            Ahora, después del aguacero de gemidos, por fin hablas.

            Te vi preparada para mover los labios y me dije: “Aquí viene”. Seré bolsa, pero los sentidos se me reblandecieron y el martilleo en las sienes casi me nubló la vista, así y todo estaba preparado para responderte: “Sí. Te quiero, te quiero”. Y vienes y me sales con esa vaina de: “Cuéntame tu historia, pero desde antes”. Todo se me vino abajo.

            Te voy a contar mi historia, pero desde ahora.

Yo trafico con la fe, seduzco con el habla. Gano adictos, mami.  Así me resuelvo la vida. Atraigo con mi labia a la gente más desesperada, a los que ya tocaron fondo, y los arrastro a la congregación. Allí completan el trabajo. Les hablan de Dios y les ofrecen un pase. Un salmo y una dosis, así funciona. Eso sí, todo piano-piano, no queremos que se nos descontrolen. Para pagarnos lo que consumen tienen que unirse a nuestra red, nada es gratis…

Léelo completo:

Publicado por Nideska Suárez

Escritora venezolana

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