Imagen de Loui Jover
Ahora que sé que tampoco eras tú, puedo decírtelo todo.
No comprendes nada ¿cierto? Déjame explicarte todo desde el principio o, mejor dicho, desde donde puedo recordar.
Tenía cinco años y vivía en un asqueroso orfanato dirigido por asquerosas monjas, plagado de asquerosas cucarachas y asquerosos mocosos. Marcela y yo formábamos parte de aquel asqueroso mundo y era lo único que habíamos conocido hasta entonces. Marcela era mi única amiga. Teníamos la misma edad y padecíamos del mismo hábito de contar mentiras y colocar el calificativo de “asqueroso” a todo lo que nos molestaba, pese a las palizas que nos daban las monjas para corregirnos, pero éramos dos incorregibles.
Como imaginarás no era el típico orfanato a donde llegan las parejas, sonrientes e ilusionadas, en busca de algún niño que adoptar. Eso pasaba en las películas, no en nuestras vidas. Cuando Marcela y yo cumplimos la mayoría de edad, caminamos hasta la carretera con nuestras escasas pertenencias y subimos al primer carro que se detuvo ante nuestras raquíticas siluetas. Nos divertimos contándole al chofer las más inverosímiles historias respecto a nosotras: huíamos de casa de nuestros padres para asistir a un concierto de rock, luego iríamos a surfear y por último volaríamos en parapente.
Ni surfeamos ni volamos, Marcela consiguió trabajo de mesera en un bar de mala muerte, yo limpiaba y planchaba por días.
Antes de proseguir permíteme aclararte que la amistad entre Marcela y yo no se basaba en el cariño, emoción que desconocíamos, sino en el desarraigo que nos era dolorosamente familiar. Sí, solo Marcela y yo podíamos identificarnos tan profundamente con aquella desesperante sensación de no pertenecer a nada ni a nadie, de no poseer raíces. Marcela tenía un apellido, es cierto, pero jamás conoció a sus padres o a familiar alguno. Cuando salimos del orfanato pensé que ella querría averiguar de dónde venía, al menos tenía un nombre por el cual empezar, pero jamás lo hizo. Éramos unas desarraigadas con la certeza de que nada podíamos hacer al respecto.
Como ya te dije, empecé a trabajar por días haciendo lo único que las asquerosas monjas me habían enseñado: trabajar como burra para ganarme el pan nuestro de cada día. Planchaba y limpiaba dos veces por semana en el apartamento de una profesora de inglés. Los otros tres días limpiaba en un colegio, trabajo que la misma profesora me había ayudado a conseguir, aún debe estar esperando que la palabra gracias salga de mi boca, mis labios jamás se han movido para agradecer. Tú lo sabes.
Al principio tenía los fines de semana libres y me aburría a muerte, no teníamos televisión y mucho menos libros. Salía a ver tiendas, pero pronto me pareció una pérdida de tiempo, no podía comprar nada, así que comencé a trabajar fregando platos en el mismo bar donde Marcela era mesera. Ninguna de las dos teníamos interés particular en nada, en ese entonces nos conformábamos con saber escribir correctamente nuestros nombres.
Cuando salimos del orfanato, Marcela dijo que había que inventarme un apellido, que no podía pasarme la vida siendo simplemente Elena, que la gente me vería raro. Pasamos mucho tiempo decidiéndonos por uno adecuado, uno que no fuera demasiado rimbombante o demasiado simplón, luego de mucho probar nos decidimos por Álvarez. Nos pareció que sonaba bien, no era llamativo ni causaba ninguna reacción extraordinaria cuando se decía en voz alta: Elena Álvarez. Sonaba común, sonaba a mí.
A partir de entonces me sentí menos incompleta, un poco más segura de mí misma. Comencé a hacer cosas que no había hecho nunca. Una de ellas fue vestirme con la ropa de la profesora de inglés cuando ella no estaba. Tenía algunas cosas elegantes, nada del otro mundo, uno que otro vestido de fiesta, joyas de mentira. A veces pasaba horas probándome todo, combinando la ropa con las prendas, maquillándome o desmaquillándome. La profesora se cuidaba mucho la piel. El baño estaba lleno de cremas y lociones. Yo las probaba todas.
En ocasiones, cuando tenía el día libre, Marcela me acompañaba. Nos divertíamos a nuestra manera, sin reír demasiado. Era un quita y pon de trapos, maquillaje y perfumes. Un fin de semana en que la profesora salió de viaje, a Marcela y a mí nos invitaron a una fiesta, una de las meseras cumplía año. Justamente me tocó planchar el viernes. Marcela y yo tomamos prestadas algunas cosas, medias, zapatos, yo escogí una falda y un top, Marcela se decidió por un vestido. También tomamos prestadas algunas prendas, un estuche de maquillaje y un perfume. Nada de verdadera importancia.
Causamos verdadero furor. Para mí fue una ocasión inolvidable, luego de la fiesta me fui con un tipo que conocía de vista en el bar, primo de la cajera, y en el asiento trasero de su destartalado carro perdí la virginidad. Ya lo sé, soy un lugar común, como mi nombre. Mientras lo hacía recordaba a las asquerosas monjas y su asquerosa perorata sobre el pecado de la carne, también pensaba en lo tonta que había sido por no tomar prestada aquella ropa interior tan sexy que la profesora guardaba al fondo de una de las gavetas.
Cuando le conté a Marcela mi experiencia, me respondió con un seco: “Tienes que empezar a tomarte la pastilla”. Me sentí decepcionada, su respuesta significaba que ya ella lo había hecho y no me lo había contado. Por otra parte, no me sorprendía, Marcela fue siempre mucho más precoz que yo…
Léelo completo: