«Todos los elefantes van al cielo», murmuró la niña contemplando una nube con forma de paquidermo. Esperó hasta que la tarde comenzó a teñirse con pinceladas naranjas y la brisa fue desdibujando la silueta; mientras pedaleaba a su casa, envuelta por el abrazo del ocaso, le pareció escuchar una especie de crujido proveniente del cielo, pero no sintió en su piel amenaza de tormenta.
Esa noche su abuela la arropó, como de costumbre; le dio un beso en la frente, como de costumbre y apagó la lámpara, como de costumbre. Antes de cerrar la puerta comentó “Huele a fin de mundo”. Eso no era costumbre. Se giró para mirar a su nieta y comprobar que dormía profundamente. “¿Con qué soñará esta niña?”, se preguntó.
En la madrugada comenzó la lluvia de colmillos. Cuando veintinueve días después la lluvia por fin cesó, el conteo de sobrevivientes se llevó a cabo muy rápidamente. No había mucho que contar. La niña y su familia pasaron a engrosar la lista de bajas.
Los elefantes del cielo habían escuchado el comentario de la niña aquella tarde, felices de que alguien los hubiese notado, quisieron hacerle un regalo.
©Nidesca Suárez