El corazón late en la cesta, cubierto por un paño, es tan pequeño, quién diría que esconde en él la salvación. Lo ha tomado del pecho de un hombre que nunca dejó de ser niño; pero cómo lo ha hecho, cómo se roba en verdad un corazón.
“Con más maña que fuerza”, solía decir su abuela. Así se ha hecho la ladrona con el corazón del príncipe, la vergüenza de su padre por haber nacido tonto sin remedio, escondido de la mirada ajena para no deshonrar al reino con aquel heredero que tarde o temprano terminaría siendo la burla de los reinos vecinos.
Prestaba servicio en palacio, la ladrona, completaba el trabajo de las lavanderas reales. Desde el principio se había decidido que ella jamás podría llegar a ser “real” y, despojada de realeza, iba siempre muy limpia haciendo honor a su oficio. El hombre niño, cuya diminuta ventana daba hacia ese lado del río, la contemplaba mientras ella cantaba lavando las prendas «reales». Sintió la ladrona la fuerza de su mirada y quiso conocerlo, se las ingenió para burlar a los guardias y subió los interminables escalones hasta la puerta que lo separaba del mundo, él no tenía la llave, solo una pequeña abertura en la parte inferior de aquella puerta enorme por donde le hacían llegar la comida.
Al ras del suelo se conocieron, mirada con mirada, ella vio en la de él que, pese a su encierro, era libre. Tarde a tarde sus ojos le confirmaban lo mismo: aquel príncipe aislado, deshonor de su padre, era la persona más libre que ella jamás conociera, no había tras sus pupilas rastros de oscuridad bullendo en las profundidades. Él se regocijaba al verla.
Duró mucho tiempo sin subir, la ladrona, nada sabía él de su embarazo ni de su soltería, de la seducción y mentiras de un soldado; era pobre, la ladrona, no sería la primera o la última con un vientre hinchado sin marido al lado. Nada sabía él del nacimiento del niño, de ese parto que casi cuesta la vida a la madre y a la debilucha criatura que había respirado el aire del mundo.
Una tarde en que la pensaba volvió a la puerta enorme, la ladrona, y se tendió al ras del piso para que él pudiera leer en sus ojos. Le bastó una mirada al príncipe bobo para comprender la desesperación y la súplica. Con una sonrisa entregó el corazón y abandonó este mundo.
Debía darse prisa la ladrona, su niño respiraba en cuenta regresiva, debía atravesar el bosque interminable, debía ganarle al tiempo.
Se cansaba, la ladrona, podía sentir cerca el aliento de los perros, la sed de sangre de quienes la seguían, el destello de las piedras al resbalar en ellas los cascos de los caballos. El fuego de la persecución la alcanzaba robándole la fuerza.
Entró a su choza, la ladrona, con la mordida de un perro traspasándole el tobillo. Se arrastró hasta la canasta donde dormía la criatura endeble, logró introducir el corazón en el pecho casi quieto. Una flecha veloz atravesó el suyo.
Hombres y perros invadieron la choza. “Él también debe morir”, exclamó la sed insaciable del odio. Lloró con fuerza el niño al escuchar la sentencia, ni siquiera al nacer había llorado así. Se alzó la voz de un sabio, o tal vez la de un loco, “este niño no puede morir, lleva en su pecho el corazón del príncipe”.
Fue llevado a palacio el hijo de la ladrona, satisfizo al rey lo que vio, “mataré a quien lo deje morir”, exclamó. Creció fuerte y libre el hijo de la ladrona, llegó a ser rey, de su semilla brotaron generaciones de reyes. Le gustaba estar a solas en el recodo del río donde ella solía cantar mientras lavaba, siempre que allí se encontraba sentíase como un hombre corriente y una fuerza insistente dentro de su pecho lo instaba a voltear hacia arriba, a lo alto de la torre, como si alguien lo estuviera mirando.
©Nidesca Suárez