Imagen del libro Hadas, de Brian Froud y Alan Lee
Antepenúltimo día
En el estacionamiento del Centro Simón Bolívar, el Brandon hurgó dentro del morral confirmando el desperdicio de robar a estudiantes. Cierre delantero: espejo, pintura de labios, peine, libreta telefónica, llavero de Garfield. Cierre grande: una cartuchera, dos cuadernos, una botella plástica con agua hasta la mitad, un libro; por fin, el monedero. Tres mil doscientos bolívares. Se metió los billetes en el bolsillo. Siguió revisando por no dejar: fotos bajo el plástico, carnet universitario, cédula, estampita de San Miguel Arcángel. Vería cuánto ofrecían por el morral y el monedero; le daría el llavero a María Luisa.
Cigarro en mano subió las escaleras, dejó atrás el mural de Amalivaca, cruzó frente a Santa Teresa y viró hacia la DIEX.
—¡Papel sellado! ¡Papel sellado!
Apoyada en la columna de mosaicos, María Luisa modulaba, inalterable, las únicas palabras que había pronunciado desde las siete y media. Itinerante, cambiaba de ubicación en el pasillo tapizado aquí y allá por mantas repletas de mercancía. Cada quien anunciaba lo suyo en voz alta, sumándose al coro que oscilaba entre el scherzo y el allegro. Sólo María Luisa se mantenía por debajo del degradé sonoro de la cuadra, haciendo del adagio su eterno movimiento.
Hizo una pausa y se recostó de la pared, entre el vendedor de despertadores, que no cesaban en sus acordes disonantes, y el de sostenes maravilla, este último, cara nueva en la fachada de identificación y extranjería, intentaba descifrarla desde temprano. Ahora que se tomaba un descanso los roles se invirtieron y el observador pasó a ser observado. Estaba agachado a pocos centímetros de sus pies y podía detallarlo sin que el gesto inquisidor la delatara. Nada mal. Se aventuró a explorar la anchura de la espalda y a recorrer palmo a palmo la fortaleza morena de los brazos. Seguro de la mirada de ella sobre su nuca giró el rostro hacia la derecha, al levantarlo descubrió la media sonrisa enmarcada en la palidez de los labios. Cómplice del juego, mostró unos dientes blanquísimos. Ella, salivando, se dejó arrastrar por la corriente:
—¿Por qué le dicen sostén maravilla? —era tal la calma que imprimía a las palabras que parecía sobrarle todo el tiempo del mundo.
Él había escuchado que era boba. “¿Boba?”, “Sí, ya sabes, con unos fusibles menos”. ¿Qué contestarle a una boba que miraba como lo hacía ella?
—Porqueee… hace milagros.
La voz del Brandon congeló las carcajadas.
—¡Jeva! ¡Ven!
Su hermano mayor siempre la trataba como una subalterna. De mala gana se apartó de los sostenes maravilla.
—¡Toma! —le entregó el llavero.
—Garfield, qué lindo.
El Brandon devoró dos cigarros seguidos, María Luisa intuyó descontento. Miró el morral.
—¿Qué hay adentro?
—Nada. Cuadernos, un libro —su voz, como siempre, era infranqueable.
Le pasó el morral. Se sintió extraña hojeando las páginas llenas de anotaciones. Sacó el libro, grande, blanco. “Ha-das”, dijo en voz baja, descifrando el título.
—¿Te vas a quedar con esa vaina?
Ella se alejó con el libro sobre sus palmas, como si trasladase una bandeja repleta de copas.
Mientras detallaba la portada, el pandemónium de cornetas y gritos fue perdiendo intensidad, hasta dejar la avenida en silencio. Una adolescente con alas de mariposa, rictus severo y orejas puntiagudas, miraba, en cuclillas, hacia un punto definido fuera de la portada, tras ella, un hombrecito barbudo, con la mano apoyada en la cintura, zapatos graciosos y sombrero triangular, fijaba sus ojos directamente sobre María Luisa. Había visto la misma expresión en todos los borrachos.
Con un movimiento del pie, el Brandon sepultó la colilla entre los mosaicos del pasillo y se dirigió al mercado de la Plaza Caracas. Algo le darían.
—¿Tu eres la jeva del Brandon?
De nuevo el caos cotidiano… María Luisa desvió la atención del pánico que reflejaba el hombre con una pala en la mano mientras era arrastrado por decenas de criaturas pequeñas y esqueléticas, para encontrarse con las pupilas inflamables del moreno maravilla.
—Soy Jeva.
Se agachó junto a ella. Le habían traído el almuerzo.
—¿Quieres?
Negó con la cabeza.
—¿Eres Jeva?
Asintió. Él sonrió, ensartando un pedazo de carne.
—OK. Yo soy Jeison.
Pasó la página. Un erizo con garras, ojos gatunos y rabo de iguana, pernoctaba sobre la cabeza de alguien. En la página opuesta, seres desdentados, mitad piedra, mitad humanos, danzaban sobre un peñasco.
—¿Qué es eso? —indagó él.
Ella llevó el índice hacia las letras grandes que identificaban aquel capítulo y, subrayando cada sílaba, leyó con esfuerzo: “Tán-ga-nos”.
—Tú sí eres rara —Jeison no le hablaba como el Brandon. Su tono era amable.
—Léeme —pidió, embelesada en las líneas de su rostro.
Jeison colocó el envase con rastros de salsa a un lado, restregó las palmas de las manos en el bluejean, pasó la lengua alrededor de los labios y tomó el libro.
“Los tánganos son hoscos, feos y de forma grotesca. Si bien muy pequeños, tienen la facultad de hincharse y adoptar formas monstruosas, lo que ha hecho que los seres humanos crean que son los fantasmas de los antiguos gigantes”.
—Más —era embriagador escucharlo, le producía cosquillas cerca del ombligo.
“Aparte de su útil función como guardianes del tesoro de las colinas, los tánganos son una banda infamante de bribones, de avezados ladrones, decididamente destructivos y muchas veces peligrosos”.
—¿Infamante de bribones? —repitió ella arrugando la cara.
—¿Qué tienes que eres tan tierna carajita?
María Luisa desconocía la inflexión que podía darse a las palabras. Envuelta por la tibieza de la pregunta, sintió crecer la marea bajo la piel.
—Soy Jeva —respondió, sin atinar a cerrar la boca al final de su respuesta…
©Nidesca Suárez
Léelo completo:

Hermoso, encontrar lo hermoso, la tragedia y felicidad es un reto, pero aquí se ha logrado
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