En clave barroca

Una vez el Libertador me pidió que bailara con él. Yo estaba nerviosa, claro, y hubiera preferido no hacerlo, pero era el Libertador, así que estiré mi mano hasta alcanzar la suya, él la sujetó con firmeza, pero sin hacerme daño, y me guió hasta la zona de baile; luego de asegurarse de que yo tomara mi lugar en la hilera de las damas, tomó su lugar, frente a mí, en la de los caballeros.

No pasó desapercibido para mí el revuelo que el gesto del héroe causó entre los invitados: un susurro por aquí, otro por allá, los abanicos de las damas se movían, seguramente ocultando la parte inferior de sus rostros para así poder acercar mejor sus cabezas e intercambiar comentarios maliciosos sin que las delatara el movimiento de los labios. Pero sus ojos no podían ocultar sus pensamientos y yo podía intuir que por allí se desbordaba la envidia que en aquellos momentos sentía enredada al encaje de mi traje.

Era la tercera vez que bailaba en público, las dos veces anteriores habían tenido lugar ese mismo año en las casas de dos hacendados del cacao, al igual que mi padre. Eran ellos los tres “grandes cacaos” de aquella región costera.

Mi padre, sabiendo que ese año comenzaría mi vida social de “señorita bien” y que las familias acomodadas de la región, aunque no lo quisieran, tendrían que invitarme, había contratado a un profesor de baile que, según los mulatos, tenía “aires de mariposa”, sin saber que incluso ellos aprenderían a bailar como los blancos con la llegada de aquel personaje.

Papá era muy estricto y no permitía que dentro de la casa hubiera negros, pues a mi difunta madre jamás le pareció decente la cercanía con los negros y papá honraba su memoria conservando aquella tradición. Sin embargo, yo prefería a los negros. Me gustaba oírlos cantar cuando cosechaban el cacao y lo ponían a secar al sol. Me gustaba su aroma dulzón, algo triste, pero siempre vital, que se potenciaba cuando bailaban en la noche de San Juan. Los hombres olían como el cacao tostado recién molido, y las negras como las margaritas de chocolate a primera hora de la mañana. Yo quería oler así, por eso cuando los cacaotales florecían yo agarraba algunas flores y me las frotaba sobre la piel, pero no era lo mismo. A mí me daba por creer que el aroma que emanaban las personas provenía del alma, por eso pensaba que el alma de los negros estaba hecha de cacao. En cambio el aroma de los mulatos que servían dentro de casa estaba impregnado del de la gente blanca, olían como la lecha agria y cuando estaba rodeada de ellos me costaba no fruncir el ceño, por eso prefería estar al aire libre con los negros. Me gustaba tocar los frutos del cacao, siempre sabía con exactitud cuánto les faltaba para madurar, los tocaba, me los llevaba muy cerquita de la nariz, los sonaba cerca de mi oído para escuchar la fiesta de maracas que armaban las semillas.

A papá no le hacía ninguna gracia que el profesor mariposa —como terminamos llamándolo— incluyera a los mulatos de casa en las lecciones de baile, pero no tenía más remedio que ceder cuando el profesor le preguntaba, con su voz de contra alto, cómo iba yo a desenvolverme en un baile real si no practicaba con el número indicado de personas; la polonesa, la cuadrilla y la contradanza no debían tomarse de manera trivial, solía concluir el profesor, cuya voz, al final de cada discusión, pasaba de contra alto a chillona. Mi padre debía comprender la importancia de que yo asimilara por completo la dinámica de cambiar de sitio, girar, alejarme y reencontrarme con mi compañero. “C’est compliqué, Monsieur. C’est compliqué”. Papá quedaba sin argumentos mientras los demás batallábamos para que no se nos escaparan las carcajadas…

©Nidesca Suárez

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Publicado por Nideska Suárez

Escritora venezolana

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