Imagen de Romain de Tirtoff Erté
Adán estaba en la mansión observando una vez más, en el espejo, sus tatuajes de muerte e historias inconclusas. Sentía que todo giraba levemente, minutos antes había estado contemplando la voluptuosa silueta de Eva desde el ventanal; la serpiente que llevaba tatuada en el pecho se escabulló sigilosa por la enredadera. Nunca lo supo, pero en ese instante un tatuaje nuevo, invisible, y tal vez eterno, se había comenzado a delinear bajo su carne.
La luz de la mañana arrancaba destellos a los frutos del manzano. Eva entrecerró los párpados, le gustaba el sonido producido por el roce de las hojas, le erizaba la piel casi traslúcida, libre de vellos y de cualquier tatuaje.
Tenía sed, siempre tenía sed… Odiaba a Adán con sus malditas marcas sobre el cuerpo y aquella peculiaridad, tan suya, de no desprender olor alguno. Eva amaba los olores… Estaba ligada a Adán por mandato divino y por la certeza de ser las únicas personas con vida sobre el planeta. Al menos eso era lo que Adán le había dicho; ella jamás había visto a nadie, excepto a él, por lo que había asumido que aquella soledad debía ser cierta.
Adán bajó los escalones de prisa, sintiéndose invadido por una urgencia que lo conducía sin remedio hacia Eva. Siempre Eva… y aquella indiferencia de sus ojos cuando estaban juntos, aquel negarse a sentir las manos de él sobre su piel. Ella rehusaba ser tocada y a él se le iban las horas inmerso en el deseo de tocarla. Aquel aroma, tan de ella, lo embriagaba.
Salió al jardín y observó al colibrí revoloteando alrededor de Eva. Repentinamente el día mudó en noche y el cielo pareció inundarse por coletazos de estrellas fugaces. Entonces sucedió lo impensable: iluminada por el aleteo del colibrí, Eva le dijo “ven”. Todos los frutos del manzano cayeron al suelo y cuando Adán resbaló por la entrepierna humedecida la oscuridad más absoluta se posó sobre ellos, hasta que el grito de ambos rasgó el cielo y la claridad se apresuró a retornar.
La serpiente, con los ojillos entrecerrados, los observaba posada sobre las manzanas. Adán yacía jadeante sobre Eva; todos sus tatuajes habían desaparecido. Ella, con avidez, deslizaba la nariz por el cuello de él, por su cabello sudado, por sus orejas, hasta percibir una tenue e irreconocible fragancia… Jamás había estado en el mar, ni siquiera conocía su existencia, por lo tanto no podía saber que Adán emanaba por sus poros una mezcla de aromas marinos.
“Tengo mucha sed”, murmuraron sus labios de mujer. En ese momento presenciaron por vez primera la lluvia. Eva bebió a raudales los cristales de agua derramados por el cielo. Adán la contemplaba embobado. Ambos eran insaciables: él de ella y ella de algo que jamás llegaba. Ninguno de los dos reparó en el pequeño charco de sangre que había sobre el césped, justo en el sitio en donde a fuerza de mecerse habían pretendido ser solamente uno. Ya no importaba… la sangre había comenzado a fundirse con la tierra, dando vida a raíces nuevas y profundas.
Esa misma tarde Adán volvió a los libros para buscar en el diccionario la palabra “profano”. La biblioteca estaba llena de ejemplares que algún día serían escritos, Adán los había leído todos, pero ninguno le había dicho algo útil sobre el presente.
“Ahora parirá sus hijos con dolor”, pensó él mientras cerraba el diccionario.
“Ahora pariré mis hijos con dolor”, pensó ella mientras hincaba los dientes en una manzana caída y adoptaba a la serpiente como mascota, permitiéndole deslizarse dócilmente sobre su piel.
Esa noche, en vez de dormir al aire libre, decidieron estrenar la cama. El papel tapiz de la habitación estaba estampado por la figura del mismo colibrí repetido hasta la saciedad.
“¿Cuándo terminará esta eternidad, Adán?”, preguntó ella, estremeciéndose.
Él no tuvo valor para contestar: “Cuando el último colibrí salga volando de este cuarto. Cuando estas malditas paredes queden libres para pintar sobre ellas lo que nos dé la gana”.
©Nidesca Suárez

Hermoso dibujo del pecado original, la simbología no opaca la sensualidad, el soñar, esperar y saber. Me gusta
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