Retrato de Raquel Meller con mantilla y peineta (1910), por Julio Romero Torres
El aire viciado de la Corte española la hacía añorar con intensidad la dulzura de aquel valle perdido en un lugar remoto del vasto nuevo mundo. Aquel asentamiento cálido al otro lado del mar sabía acariciar con aroma a melaza y sueños de cacao. Ahora la taza de chocolate caliente le quemaba la mano, y el olor que subía desde la porcelana la transportaba al recodo agreste bajo la mata de mango, y a los encuentros furtivos en los atardeceres húmedos que le llenaban el cuerpo de sudores impuros.
Vació con pulso tembloroso el veneno en la taza y se permitió un último suspiro al recordar el sudor del mulato sobre su blanca piel despojada de encajes y mantillas mientras todos dormían la siesta; su piel, que por primera vez había experimentado sensaciones que creyera reservadas solo para los santos en momentos de éxtasis.
Todo sucedió en aquel valle lejano llamado Santiago de León de Caracas, al que quizás volvería tras cerrar los ojos y sumergirse en el sueño eterno que ya la estaba llamando. Sería una larga siesta.
Hacía tres meses que su sangre no bajaba, ¿y cómo explicarle a su esposo, el Marqués, que su hijo traería la piel tiznada con el color del chocolate que tanto le gustaba degustar cada tarde?
©Nidesca Suárez
