En el reino vecino predominaba el verde, los campos se sembraban con toda clase de hortalizas de ese color, también podían verse arvejas y guisantes. Los balcones de las casas estaban perfumados por albahaca, laurel y romero, en las comidas nunca faltaba el limón, el té de menta o las hojas de lechuga siempre frescas. La mantequilla solía mezclarse con finas y fragantes hierbas, el agua, en las bañeras, era aromatizada con sales medicinales que la teñían pálidamente de tonos cetrinos. Los ojos de los habitantes de dicho reino solían ir del esmeralda encendido al color de las olivas. En sus costas el mar era verde oscuro y estaba lleno de algas, las cuales eran muy apreciadas por sus propiedades medicinales. Las colinas jamás se secaban y en invierno la nieve parecía resplandecer con destellos verdosos aquí y allá. Ah, y los boticarios solían recomendar una copita de absenta para casi cualquier padecimiento.
Entre los habitantes de estos reinos jamás había prevalecido la simpatía, pero en sus libros de historia no había registros de enfrentamientos sangrientos, solo de bromas pesadas que los reyes se habían jugado entre sí desde que se alzaran las primeras murallas alrededor de ambos territorios; además solían intercambiar alimentos y otras mercancías, así que en aras del comercio llegaban a tolerarse, mas lo cierto es que los habitantes del reino verde se burlaban de los oriundos del reino amarillo, con su tez pálida, sus cabellos pajizos y sus ojos dorados, mientras que los habitantes del reino amarillo hallaban repugnantes los ojos color “lagarto”, y encontraban vulgares las esmeraldas que la nobleza del reino verde se empeñaba en ostentar.
Una tarde en la que ya el otoño estaba cerca, la reina consorte del reino verde salió a cabalgar en un alazán blanco y, sin darse cuenta, llegó al riachuelo que quedaba justo en la frontera de ambos reinos. Ella no podía saberlo, pero el príncipe heredero del reino amarillo —un vigoroso joven de diecinueve años— había salido a cazar con una jauría de perros de pelaje claro. Al sentir a la intrusa uno de los perros corrió hasta el medio del riachuelo y ladró con fiereza asustando al alazán de la reina, quien, desprevenida, cayó al suelo y se lastimó una pierna. La escolta de la reina enfureció, descendieron de sus caballos y, mojándose las botas en las márgenes del riachuelo, amenazaron lanza en ristre a los escoltas del príncipe heredero, quienes ante la provocación descendieron de sus monturas y desenfundaron sus doradas espadas al tiempo que los perros ladraban sin parar. Pero pese a las expresiones amenazantes en ambos bandos nadie osó cruzar hacia el otro lado.
En el palacio del reino verde el rey no tardó en enterarse de lo acontecido y echando chispas de furia por sus pupilas color verdemar dictó una comunicación a su amanuense en la cual exigía una disculpa por parte del rey vecino ante tal afrenta y le advertía que en caso de no cumplir con esta demanda ese invierno no serían enviados al reino amarillo ni limones ni hierbas aromáticas.
El rey del reino amarillo recibió la carta y pareció divertido. No estaba dispuesto a pedir disculpa alguna por la torpeza de una mujer a caballo, así que dictó una carta advirtiendo al rey vecino que si ellos no recibían limones ni hierbas aromáticas, tomarían retaliación no enviando al reino verde naranjas ni trigo. “¡Ya veremos con qué hacen el pan! ¡Ja!”, exclamó el rey mientras contemplaba su anillo coronado por un enorme topacio.
Así que ese invierno ambos reinos dejaron de enviar lo que habían acordado, mas intercambiaron otras cosas. Sin embargo, los habitantes del reino amarillo, afectos a la limonada caliente en invierno, se resintieron ante la medida, además el pan con hierbas pasó a llamarse pan a secas y no tenía el mismo gusto ni desprendía el mismo aroma cuando se horneaba. Por su parte, los habitantes del reino verde no pudieron preparar su famosa mermelada de naranja ni venderla en los mercados y, por supuesto, se vieron escasos de pan, lo cual los tuvo sumamente disgustado durante toda la estación.
Se dio el caso de que una mañana muy temprano un jovencito de unos once años, habitante del reino verde, paseaba cerca del riachuelo de la trifulca —nombre con el que era llamado desde el célebre incidente— cuando los huesos se le ablandaron y en el estómago se le hizo un nudo al percibir el aroma del pan recién horneado proveniente de una de las panaderías del reino amarillo, ubicada tras la muralla.
El jovencito, quien era muy audaz, ideó un plan junto a un grupo de amigos tan audaces como él, y durante la noche burlaron la guardia apostada en la muralla del reino amarillo y regresaron a sus casas con un buen cargamento de pan, el cual comenzaron a vender con sobreprecio…
©Nidesca Suárez
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